El lastre de la ciudad

A mediados de 2008 titulé un escrito: «El lastre de la Universidad». Me refería a la patética situación institucional de la Universidad de Los Andes en las últimas décadas y a la extrema degradación alcanzada con las autoridades que la gobernaron entre 2004 y 2008. En ese escrito usaba la expresión «lastre» en el sentido metafórico basado en su sentido relativo a la navegación maritima. Ahora quisiera referirme al lastre de nuestra ciudad de Mérida. Repetiré algunos fragmentos de aquel escrito.

A mediados de 2008 titulé un escrito: «El lastre de la Universidad». Me refería a la patética situación institucional de la Universidad de Los Andes en las últimas décadas y a la extrema degradación alcanzada con las autoridades que la gobernaron entre 2004 y 2008. En ese escrito usaba la expresión «lastre» en el sentido metafórico basado en su sentido relativo a la navegación maritima. Ahora quisiera referirme al lastre de nuestra ciudad de Mérida. Repetiré algunos fragmentos de aquel escrito.

Comenzaba aquel escrito aclarando el uso metafórico de «lastre», de este modo: «Las embarcaciones se hunden por variadas causas. Esas causas se originan en la misma nave, en su cargamento o en la tripulación. Entre esas causas, la menos aceptable ­por perfectamente previsible­ es que la embarcación adolezca de un lastre excesivo, o más bien una carga excesiva. Hay el lastre natural de la nave, el que le da la estabilidad necesaria en la flotación. El lastre natural es origen de otra metáfora, menos usual, que refiere a una nave sin suficiente lastre, que no alcanza siquiera a navegar, para indicar el comportamiento de quien no sabe conducirse; “nave sin lastre”, se decía en tiempos de Platón. A ese lastre natural de la nave, como peso, se añade la carga. Si la tripulación de la embarcación la conduce de modo turbulento, la gobierna mal (la palabra ‘gobierno’ también es metáfora del mismo cuño), la tripulación se convierte en un lastre más. De allí la expresión metafórica según la cual hay gobiernos que son un lastre para lo gobernado».

Continuaba explicando la coincidencia de nombres en el lastre de la ULA, así: «Se ha lastrado la Universidad de Los Andes de tal manera que hasta por coincidencia onomástica la autoridad quedó marcada con el nombre propio del lastre en su sentido metafórico. El latín y la mayoría de las lenguas modernas conservan la denominación lastre o lastrar con el significado marítimo y también el metafórico. Latín, lastrar; alemán e inglés, ballast; italiano, lastrare; portugués y español, lastrar; francés, lester. Su probable origen está en la denominación del peso usado como lastre, la piedra de muy mala calidad, de poco uso, llamada lastra. Es decir, una denominación que conserva la ancestral convicción que tenían los primeros pensadores griegos según la cual no hay distancia alguna entre la palabra que nombra la cosa y la cosa nombrada. No es precisamente lastra el nombre que el griego antiguo daba al lastre. Pero resulta muy curiosa la cercanía de otros términos como el que aparece en este texto platónico de La República: “¿Estimas que una ciudad o un ejército o unos bandidos [lestes] o ladrones, o cualquier otra gente de esta calaña, sea la que sea la empresa injusta que realicen en común, podrán llevarla a término actuando injustamente unos contra otros?”. En los evangelios se denomina lestes a los bandidos que fueron crucificados junto a Jesús. Pero, además, la palabra lestes, referida a la navegación, remite a la figura de pirata o corsario. Y a partir de esa misma palabra se forma lesterion que remite al significado de banda de ladrones y que, traducida al latín, se emparentó con latrocinium, latrocinio. Ahora bien, latrones es una palabra latina asociada, claro está, con el robo y el hurto ­y hasta con el homicidio como medio para el robo­ y asociada también al fraude, por lo que puede muy bien emparentarse con el lestes griego».

Luego señalaba qué se quiere decir más precisamente con la universidad lastrada, expresando la siguiente: «La Universidad de Los Andes se lesterizó. Nada tiene esta expresión de asunto personal más allá de la coincidencia onomástica. Ocurre aquí como con el fenómeno denominado macdonalización de la sociedad estadounidense. Así lo denomina George Ritzer siempre aclarando que no se refiere a la particularidad de la empresa sino a que esa empresa ­su modo organizativo y operativo­ tipifica el comportamiento de la sociedad altamente industrializada. Es un comportamiento que no puede describirse sin acudir a una forma de burocratización ­en el sentido weberiano­ más elaborada y que funciona de manera más sutil; la sociedad ya no construye jaulas de hierro, pone en acción jaulas aterciopeladas, dice ese autor. Al decir que la universidad se ha lesterizado queremos indicar que la institución académica está invadida, en su operatividad, en su funcionamiento, en sus acciones y decisiones, en sus producciones y hasta en el alma recóndita de la mayoría de sus integrantes por el contra­espíritu académico tipificado por las últimas autoridades designadas a través de unos procedimientos completamente anti­académicos».

Y, finalmente, concluía diciendo esto: «Habría que decir, en francés, il faut dé­lester l’université! Es decir, hay que des­lastrar la universidad, o mejor, hay que deslesterizar la universidad. Todo indica que la lesterización continúa y se acentúa, con otra onomástica menos infeliz, es verdad. La última elección de 2008 indica que el lesterion ya nos cubre prácticamente a todos casi sin darnos cuenta. Ojalá no llegue el momento en que gritemos en la plaza: ¡hay que deslesterizar la Ciudad!».

*

Repito: aquello fue en 2008. Ya estamos cerrando el 2012. Y, qué duda cabe, llegó el momento. Sí. Hay que deslesterizar la ciudad de Mérida. ¡Pobre de nuestra augusta Emérita! Augusta emérita, la de Extremadura, debe su nombre romano a la idea de un espacio para honorables, para eméritos. No sería eso lo que tenía en mente el ambicioso Capitán de la Capa Roja cuando llegó a estas montañas. Pero en el nombre que escogió, el mismo de su ciudad natal, sí está la idea. Y una ciudad de honorables requiere que la gobierne alguien en quien brillen los honores. Los honores de Rodríguez Suárez no eran de mucho brillo. Tampoco el de unos cuantos Rodríguez que le siguieron desde entonces en tierra venezolana. Si por algo mereciera homenaje el conquistador­fundador, sería por el acto de no haberse quedado aquí gobernando la ciudad; apartando el que las causas reales de su huida hayan sido la ambición y el odio de otros conquistadores. Siglos pasaron y la creación de la Universidad de Mérida vino a dar más fuerza a aquella idea de una ciudad de eméritos. Desde siempre, la universidad no se concibe sin que la conformen hombres y mujeres de honores. La universidad, por otra parte, se convierte en fuente de presión para que la Ciudad no sea espacio de la deshonra. Fueron honorables en su mayoría quienes poblaron la Universidad de Mérida. Y no sólo los profesores. La Universidad de Mérida, aún naciente, también acogió a jóvenes de honores en su seno. Por ejemplo, en el alba del siglo XIX, de Mijagual, en el corazón del llano venezolano, vino a formarse a Mérida, aún siendo casi un niño, el sabio, patriota, digno y honorable Manuel Palacio Fajardo. Jamás pensaría él, la mayor gloria de Mijagual, que dos siglos después de él, de su mismo pueblo vendría un pesado lastre a convertirse en la representación más emblemática de las desgracias de la Universidad y de la Ciudad. Un tal Rodríguez. Su deshonor mayor se debate, con igual monto, entre la profunda herida del hachazo dado en el corazón de la Academia y la desgarradora inmundicia con que se ha poblado la Ciudad. De aquella herida corren borbotones de las sangres perdidas por los cuerpos científicos, artísticos y de pensamiento; en la inmundicia de la Ciudad se confunden el desorden bestial del urbanismo, el caos vehicular y el desdeño por la belleza, todo revuelto en el conjunto de los desechos de distinta naturaleza que asfixian y ahogan la ciudad. ¡Gloria a la naturaleza que nos dio la fuerza del agua y la dichosa pendiente conque la ciudad se inclina frente a la majestuosa cordillera! Ella sola arrastra parcialmente la inmundicia. Urge que la ayudemos. ¡Qué lastre sobre tí, Mérida! ¿Por qué tan impasibles te hemos dejado lesterizar con tal brutalidad? ¿Cómo permitimos que hollara tu hogar, nuestro lar, ese otro Rodríguez que se nos metió como renovado conquistador sembrador de inmundicias, plagas y desgracias?De niño, hace 50 años, viví la Mérida de la culta y respetada Universidad. Asomarse a la Plaza Bolívar era suficiente para saber que hacia la esquina del Rectorado los oficios eran más interesantes que hacia las otras esquinas. Iglesia, bares y negocios no podían atraer la mirada como lo hacían las funciones del Teatro Universitario. Ni el más importante comerciante, cura o ciudadano llamaba más la atención que el respetadísimo Bachiller o el honorable Profesor. Y la ciudad, la ciudad, la ciudad… era toda ella un poema de amor. Eras, Mérida, hermosa y lozana como cada amanecer soleado. Eras transparente aún en los días de niebla. Pero, ¿a dónde te han llevado? ¡Ay Mérida, dónde te llevamos después de haberte llevado en el corazón!

Jamás se nos habría ocurrido apostar a encontrar un rincón de mugre en una calle. Ni siquiera teníamos necesidad de preguntar a dónde iba a parar la basura. Era como si los desechos no existieran. Mérida era un paraíso, un jardín (que es lo que significa propiamente paraíso), un parque; sí, un gran parque con algunos techos rojos en su centro, pudo haber sido una Florencia entre montañas. ¡Qué parque! En mi adolescencia, vivida fuera de Mérida en urbes grandes, conocí la expresión «jodiendo el parque»; era una metáfora para decir que uno andaba haciendo cosas que no estaban bien y, generalmente, haciendo del tiempo nada, o sea, perdiéndolo. No se nos ocurría tomar la expresión literalmente y dirigirnos a un parque con el objeto de destruirlo. Ahora en Mérida todos andamos, literalmente, muy literalmente, jodiendo el parque. Pero los que más lo hacen son quienes son responsables de que nadie lo haga. Son el lastre. Eso es lo que representa de modo paradigmático ese otro Rodríguez, el señor Léster. Manuel Palacio vino a sembrar, cultivar y recoger flores en un jardín, en nuestro parque. Engrandeció después ese jardín, ese parque, con su labor de patria grande, infinita, universal, que hizo en otras tierras. ¡Ese Palacio fue verdaderamente un palacio! Un palacio lleno de los lujos de las luces y la moral. El otro de Mijagual no. Todo lo contrario. Peor, no sólo lo contrario: en nombre de luces y morales y mal­apropiándose de ellas, o sea, teniendo de ellas en falso, deshonrosamente, ha osado y obtenido los “honores” que no merece. En no más bajo lodazal podrá ponerse la dignidad de la Rectoría de una universidad; no más bajo podrá llevarse la prestancia y belleza de una ciudad convertida en desordenado basurero. Eso no son luces verdaderas, es ignorancia; eso no es moral, es golpe bajo contra la higiene y salud pública, es amenaza al nivel mínimo del decoro de la vida urbana.

Del oprobioso Rodríguez, el Conquistador­fundador, nos libró muy pronto otro Conquistador que le perseguía. Supo este último, con sus acólitos en Nueva Granada, acusar en tribunal la ambición y el desmán de aquél contra las normas en que se basaba la ocupación territorial por la fuerza. No puedo nada el tribunal; Rodríguez se escapó de la cárcel para venir a morir, tres años después, a manos de indígenas. Pero, de este otro oprobioso Rodríguez contemporáneo, artífice de la lesterización, sólo nos podrá librar alguien con la fuerza de un palacio de moral, luces y virtudes. ¿Otro como Manuel Palacio Fajardo? ¿Lo hay? Como él «hay, pero no se jallan«, responden en los campos aledaños a Mijagual. Sin embargo, tal vez sí hallemos alguien cercano al ideal establecido por la honra de Palacio Fajardo, ese glorioso barinés que contamos entre los más nobles de nuestros próceres. Tal vez otro Rodríguez, de honor, porque Rodríguez hay muchos. No toda la estirpe, con su raíz española, puede emparentarse con el Capitán de la Capa Roja. Baste recordar que en la época de Palacio Fajardo ya brillaba, junto al gran Simón, la estrella de aquél otro Simón apellidado Rodríguez. Y en la vilipendiada Mérida de 2012, ¿no será posible que otro Simón Rodríguez nos saque de ese espanto inmundo que acecha la Ciudad después de haber fabricado sus triquiñuelas destruyendo la casa del saber? Por ahí está de candidato a Gobernador del Estado Mérida otro Simón Rodríguez: Simón Rodríguez Porras. Músico talentoso egresado de la ULA, compositor, excelente intérprete de la guitarra («la música salva vidas», Dudamel dixit) y joven culto que se siente, lo sé, apasionado revolucionario. No sé con firmeza si Simón entenderá bien la magnitud de lo que puede representar para los habitantes de esta meseta, pero sí creo que merecería ser el Alcalde de nuestra augusta Emérita.

*Jorge Dávila es profesor en la Universidad de Los Andes. En 2004, el profesor Miguel Delgado y él demandaron ante el Tribunal Supremo de Justicia la ilegalidad del Reglamento Electoral de la Universidad de Los Andes. El Reglamento permite que profesores de dudoso honor sean elegidos como autoridades. Sólo un estudiante de la ULA extremó su coraje y presentó ante el Tribunal un documento de respaldo a esa demanda; fue Simón Rodríguez Porras, entonces estudiante de Música. En 2004, el Sr. Léster Rodríguez fue elegido Rector de la Universidad de Los Andes hasta 2008. En 2005, los magistrados de la Sala Electoral respondieron a la demanda, contrariando expresa jurisprudencia de la Sala Constitucional ¡y de la misma Sala Electoral!, con sofismas anti­académicos que, desde entonces, han profundizado la lesterización de la Universidad de Los Andes y de otras instituciones universitarias venezolanas. Los magistrados de la Sala Constitucional, en 2008, se acogieron al formalismo jurídico para hacer mutis. En 2008 el Sr. Léster Rodríguez fue elegido Alcalde del Municipio Libertador del Estado Mérida. En 2012 pretende ser elegido Gobernador del Estado Mérida

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