Ilán Pappé: Una tierra con pueblo

A principios del siglo XX un periodista judío de nacionalidad británica, Israel Zangwill, popularizó uno de los grandes eslóganes del sionismo conquistador: «Una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra»; lo que implicaba que en Palestina, dividida en varias provincias, conocida como Siria del Sur, y perteneciente al imperio otomano, estaba allí, sin población significativa, literalmente esperando que «un pueblo sin tierra», lógicamente el judío, que había morado en aquellos parajes dos mil años antes, volviera a reclamar lo que nunca había dejado de ser suyo. Ya se sabe que los eslóganes suelen tratar la verdad con desenvoltura, pero es que el de Zangwill frisaba en la desfachatez.

A principios del siglo XX un periodista judío de nacionalidad británica, Israel Zangwill, popularizó uno de los grandes eslóganes del sionismo conquistador: «Una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra»; lo que implicaba que en Palestina, dividida en varias provincias, conocida como Siria del Sur, y perteneciente al imperio otomano, estaba allí, sin población significativa, literalmente esperando que «un pueblo sin tierra», lógicamente el judío, que había morado en aquellos parajes dos mil años antes, volviera a reclamar lo que nunca había dejado de ser suyo. Ya se sabe que los eslóganes suelen tratar la verdad con desenvoltura, pero es que el de Zangwill frisaba en la desfachatez.

La Palestina de principios del siglo pasado tenía para lo que hoy son unos 25.000 kilómetros cuadrados cerca de un millón de habitantes, más del 90% de ellos árabes, a pesar de que ya se había producido una primera aliyah -subida o ascensión- de inmigración judía a la zona; es decir, tenía 22 o 23 habitantes por kilómetro cuadrado, lo que para un país agrícola de antiguo régimen era una concentración humana todo menos invisible. Posteriormente, se ha argumentado que lo que se quería decir era que no había «un pueblo» en el sentido político del término, declaración que, de tan oscura, desafía cualquier réplica.

Ilan Pappé es, seguramente, el más representativo de los historiadores israelíes llamados revisionistas, los que, comenzando con la obra de Benny Morris a fin de los años ochenta, reescribieron la historia, sobre todo, de los tiempos fundacionales del Estado de Israel en contra de los textos escolares, que aún hoy día sostienen que siete ejércitos árabes -Goliat- cayeron sobre el David israelí en «la guerra de independencia» (1947- 1948), y que si algo más de 700.000 palestinos abandonaron sus hogares, se había debido a la lucha, siempre en contra de los deseos israelíes, que les exhortaron a permanecer. Los siete ejércitos, en cambio, eran una turba descoordinada y desequipada, claramente inferior en número a sus adversarios, y el Plan Dalet, puesto en práctica por el ejército judío en la guerra, lo hizo todo, sin excluir en algunos casos la masacre, para que los palestinos comprendieran que lo mejor que podían hacer era poner los pies en polvorosa.

Todo esto es ya casi un lugar común fuera de Israel, e incluso en el Estado sionista una parte creciente del público admite que las cosas fueron más o menos así, por lo que Pappé sólo se diferencia de otros revisionistas en que, aparentemente, ha dejado de ser sionista y, por ello, sus juicios son mucho más duros, y sobre todo, morales y políticos. Y así, el autor, aunque completa datos, revisa casos, matiza cuestiones, no cuenta una historia fundamentalmente distinta de la que conocemos de obras -suyas y de algunos de sus colegas- salvo en que formula la terrible acusación de que la guerra para la fundación del Estado fue una «limpieza étnica», términos de indigna recordación por los recientes desafueros balcánicos.

Pappé sigue casi cronológicamente la narración desde que el 10 de marzo de 1948 un puñado de líderes civiles y jóvenes militares ponían a punto el Plan Dalet, en sucesivas etapas; primero, los centros urbanos donde 250.000 palestinos fueron convencidos por la fuerza de los hechos, como la matanza de Deir Yassin -el 9 de abril, de algo menos de un centenar de aldeanos- de que les convenía huir, fase que culminaba a fin de ese mismo mes; entre fin de marzo y el 15 de mayo, fecha de la proclamación del Estado de Israel, se producía el despeje de 200 localidades menores y la zona de Jaffa con otros cientos de miles de expulsados; y cifras algo menores se daban en el resto del país hasta el 11 de junio, en que se acordaba un alto el fuego. Posteriormente sólo quedaría por hacer sitio -purificar, tihur en hebreo, es el término utilizado entre otros, en el plan- en el desierto del Negev, poblado sobre todo por beduinos.

La lógica del Plan Dalet era implacable. El plan de la ONU para el reparto de Palestina, que asignaba el 56% de la tierra a los judíos, el 42% a los árabes y el 2% restante para el enclave internacional de Jerusalén, que había sido rechazado por la población autóctona y los Estados árabes, situaba igual número de palestinos que de hebreos en territorio sionista, así como dejaba una importante minoría judía en la parte árabe, lo que, desde el punto de vista de la construcción del Estado de Sión, resultaba virtualmente imposible, al menos si se quería mantener alguna apariencia democrática. Sin la guerra, que desencadenaron los árabes, no habría habido, por tanto, Estado de Israel, al menos como lo conocemos.

La cuestión principal permea toda la obra, sin que el autor dude en ningún momento de que Dalet fue una operación de limpieza étnica; en otras palabras, la creación de un contexto en el que los palestinos debieran huir o fueran directamente expulsados manu militari, aunque con un derramamiento de sangre, relativamente contenido. En Palestina no hubo Srebrenica. Pero la tierra quedó con muchos menos pobladores árabes que antes -de casi un millón los palestinos pasaron a 150.000- pero todavía habrían sido demasiados para que el eslogan de Zangwill ni remotamente se aproximara a la verdad.

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