9 octubre, 2024

La realidad de Venezuela y los límites del ecologismo individualista

Por Omar Vázquez Heredia

La proliferación del ecologismo individualista

Los efectos negativos de fenómenos como el cambio climático y el calentamiento global son tan evidentes con el deshielo de los polos, los incendios en Australia y la extinción masiva de animales; que incluso empresas transnacionales y diferentes dirigentes políticos del orden han reconocido la existencia de esos problemas creados por el incremento de los gases invernaderos vertidos en la atmósfera. Ese reconocimiento empresarial y estatal viene acompañado del despliegue de campañas comunicacionales que se proponen incentivar un consumo responsable con el cuidado de la naturaleza para canalizar las preocupaciones ambientales de grandes sectores de la población mundial, y así aminorar el crecimiento de los movimientos ecologistas que tienen una orientación antisistémica. Esas campañas verdes restringidas al consumo responsable, culpabilizan a las familias e individuos de las consecuencias de la maximización de las ganancias del capital, que son logradas con la intensificación de la explotación de la naturaleza y la fuerza de trabajo de la clase trabajadora mundial.

Millones de seres humanos en los países centrales del mundo, creen de manera honesta en los mensajes difundidos por esas campañas comunicacionales e intentan ayudar a la protección y recuperación de la naturaleza solamente cambiando sus hábitos de consumo. Entonces, proliferan iniciativas propias del ecologismo individualista que romantizan la pobreza y evitan denunciar el derroche de los miembros de las clases dominantes, al promover la reducción del consumo de carne, la disminución del uso de agua y energía eléctrica en los hogares, el rechazo al tránsito vehicular, la defensa de la utilización de bicicletas y la recomendación de caminar con mayor frecuencia y distancias más extensas, el cuestionamiento de los viajes de larga distancia en aviones, y la prohibición de las bolsas de plásticos.

En contraposición, y sin negar la necesidad de transformaciones en los hábitos de consumo dominantes, los activistas de los movimientos ecologistas antisistémicos en sus reflexiones demuestran que mientras el poder empresarial y estatal plantea cambios en los hábitos de consumo familiares e individuales, al mismo tiempo ejecutan en diferentes partes del mundo una expansión de la frontera extractivista que implica la inclusión nuevos territorios a las necesidades de valorización del capital, con actividades económicas orientadas a la intensificación de la explotación de la naturaleza como el agronegocio, la minería, el monocultivo forestal y el turismo de lujo. En los últimos años, eso se evidencia con mucha claridad en la Venezuela chavista.

La Venezuela actual y los límites del ecologismo individualista

Desde el 2013, las políticas del gobierno de Nicolás Maduro han priorizado el pago de la deuda externa, la corrupción de los jerarcas militares y civiles del Estado y los beneficios económicos del conjunto de las clases dominantes, y esto ha depauperado las condiciones de vida de las clases populares y los sectores medios de Venezuela. Esa realidad agravada con las sanciones financieras y petroleras del gobierno de Estados Unidos le ha impuesto al pueblo trabajador venezolano una transformación de sus hábitos de consumo por la destrucción de sus ingresos salariales y la falta de acceso a los servicios públicos.

Hoy ante el suministro deficiente de agua, hemos empezado a reutilizar la empleada en la limpieza de la ropa y los platos para bajar la poceta, y muchas veces estamos obligados a bañarnos con el uso de envases pequeños que limitan el consumo de agua. A su vez, en el interior del país redujeron el consumo de energía eléctrica por los constantes apagones. En los últimos años, a las clases populares venezolanas le han impuesto una enorme disminución de su ingesta de carne, porque no la pueden comprar con unos salarios destruidos. Igualmente, la destrucción del transporte colectivo ha convertido en una obligación caminar largas distancias en las ciudades para llegar a los centros de trabajo y hogares. Ni hablar del fin del turismo internacional para la inmensa mayoría de la población venezolana, que solo sale del país para migrar en condiciones precarias por tierra a los países de Sudamérica.

Esa realidad podría hacer creer que en Venezuela la naturaleza se encuentra resguardada porque la población tiene patrones de consumo en apariencia más ecológicos, aunque impuestos por decisiones del bloque gubernamental chavista y las disputas geopolíticas. No obstante, al mismo tiempo, el gobierno de Nicolás Maduro ha iniciado la ejecución de gigantescos proyectos de minería y turismo de lujo que se enmarcan en la intensificación de la explotación de la naturaleza al servicio de las ganancias del capital transnacional y local: el Arco Minero del Orinoco, la agresiva intervención del cerro El Ávila con el objetivo de construir un teleférico de carga y el trayecto Galipán-Macuto, y el aumento de las concesiones para la instalación de posadas en el archipiélago de Los Roques. Por cierto, esos tres espacios geográficos se encuentran supuestamente protegidos a partir de su condición de parques nacionales.

Esa realidad concreta de Venezuela demuestra que defender y resguardar a la naturaleza con simples cambios en los hábitos de consumo es inocuo, y que en realidad se requieren transformaciones estructurales que dependen de la organización de un sistema mundial alternativo al capitalismo, que supere los restringidos criterios productivistas, la maximización de la ganancia del capital y establezca una planificación democrática de la economía. Solo así es posible concretar transformaciones imperiosas como la transición energética, la disminución de los desechos sólidos, la reforestación, la difusión del transporte colectivo, la producción para satisfacer necesidades, entre otras. Además, los cambios en los patrones de consumo familiar e individual tienen que ser producto de decisiones democráticas y en igualdad de condiciones, y ocurrir en medio y como parte de las luchas en contra de un orden que destruye la vida en beneficio del capital.

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