¿Qué pasó el 27 de febrero de 1989? La principal lección: construir un partido socialista revolucionario

27 de febrero

Por: Miguel Angel Hernández*

Hoy se cumplen 26 años de la más bárbara represión cometida por la burguesía venezolana, encabezada por el que fuera su principal partido, Acción Democrática. De muchos atropellos y masacres perpetrados por las fuerzas de seguridad del “puntofijismo” durante más de 40 años de democracia burguesa representativa, esta fue la más dantesca y brutal agresión cometida contra el pueblo y los trabajadores venezolanos.

Más de 3000 muertos son testigos mudos e inertes del asesinato masivo más importante llevado a cabo en nombre de la democracia representativa. Pero no el único. AD y COPEI tienen sobre sus conciencias los varios centenares de muertos del “Porteñazo” y el “Carupanazo”, de Cantaura, Yumare, de El Amparo, de los Teatros de Operaciones, donde siguiendo las instrucciones de los manuales de contrainsurgencia de la CIA, se violaron sistemáticamente los derechos humanos.

El Pacto de Punto Fijo: el dinero, el salmo y el sable

Este dantesco episodio de la historia contemporánea del país fue la punta del iceberg de un fenómeno más profundo, que puso en evidencia la crisis terminal del modelo político y económico instaurado en 1958 a la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, basado en el llamado Pacto de Punto Fijo, suscrito por AD, COPEI y URD el 31 de octubre de aquel año, mediante el cual dichos partidos se comprometían a evitar los conflictos interpartidistas, respetar el resultado electoral cualquiera que fuese, formar un gobierno de unidad nacional en el cual estuviesen representadas todas las fuerzas políticas con independencia de los resultados electorales, y a suscribir una Declaración de Principios y un Programa Mínimo de Gobierno, la cual se firmó el 6 de diciembre de 1958. Pero más allá de estos criterios prácticos, el Pacto de Punto Fijo fue un acuerdo de gobernabilidad mediante el cual los actores políticos y sociales fundamentales, en conjunción con las principales instituciones de la burguesía, como Fedecámaras, la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas, establecían las reglas del juego, y se comprometían a defender a la democracia representativa, como forma política, y al capitalismo subdesarrollado y rentista –basado en el petróleo-, en el ámbito económico, de cualquier peligro, y resguardarlo de cualquier intento de subversión de dicho estado de cosas. Esto se puso en evidencia, con manifiesta crudeza, durante los años de la lucha armada, pero se aplicó con inexorable saña y firmeza durante los últimos 40 años, cada vez que los trabajadores y el pueblo intentaron levantar su voz de rechazo. Sin duda, el ejemplo más dramático fue la violencia desatada durante el 27 y 28 de febrero de 1989, y en los días subsiguientes.

El 27 de febrero: punto de inflexión del “puntofijismo”

Con el trasfondo de miseria y hambre propiciado por la crisis de la deuda externa latinoamericana, que no fue otra cosa que la expresión más dramática del agotamiento del modelo económico de sustitución de importaciones sobre el cual se había sostenido el capitalismo dependiente en nuestro continente, y detonado por los acuerdos firmados por Carlos Andrés Pérez con el Fondo Monetario Internacional, representante directo del imperialismo, el “Caracazo” o “Sacudón”, fue un evento social y político de gigantescas proporciones, que abrió una “etapa revolucionaria”, en la medida en que la normalidad de las formas burguesas de funcionamiento del sistema político, económico social, entraron en crisis, generándose desde entonces una situación “anormal” para la oligarquía, sus partidos y el imperialismo, en la conducción y manejado del orden capitalista, así como en el control del conjunto de las clases explotadas.

Se produjo lo que Lenin definió, para conceptualizar el carácter revolucionario de una determinada coyuntura o etapa, como un período en el que “los de arriba no pueden seguir gobernando como lo venían haciendo y los de abajo ya no se dejan gobernar como los venían gobernando”.

No fue el golpe fallido del 4 de febrero de 1992 el punto de inflexión en la crisis política, social y económica que padecía Venezuela a finales de la década del 80. No se puede negar que aquel acontecimiento, estrictamente militar, fue una expresión más de la crisis social y política por la que atravesaba el país. Al interior de las Fuerzas Armadas también se manifestaban las contradicciones de clase y el hervidero social que había hecho eclosión el 27 de febrero de 1989.

Sin lugar a dudas, fue el “caracazo” el verdadero punto de quiebre del modelo de Punto Fijo. Aunque ya se venían produciendo expresiones de ésta crisis en otros ámbitos, como el electoral, el económico, el social, y en el 92 en el terreno militar.

En el terreno electoral la crisis del “puntofijismo” se puso en evidencia con el aumento de la abstención. Ejemplo de este cambio es que de una abstención histórica de un sólo dígito, en las elecciones nacionales de 1978 se pasó al 12,4% mientras que en las elecciones municipales de 1979 ascendió a 27,1%, luego, en las elecciones nacionales de 1983 alcanzó el 12,1% mientras que en las municipales de 1984 ascendió al 40,7%, pasando en las nacionales de 1988 al 18,3% y en las elecciones de gobernadores, alcaldes y concejales municipales de 1989 llegó al 54,8%.

En el ámbito económico el agotamiento del modelo se manifestó con la llamada crisis del “viernes negro” de febrero de 1983, en el marco de la crisis de la deuda externa que afectaba a toda América Latina. El gobierno de Luis Herrera Camping procedió a devaluar la moneda para frenar una fuga masiva de divisas y el deterioro acelerado de las reservas internacionales.

A finales del gobierno de Jaime Lusinchi la inflación tradicionalmente de un solo dígito se disparó alcanzando al 28% y el 29,48% en los años 1987 y 1988. Las reservas internacionales cayeron a 9.505 millones de dólares entre 1986 y 1988 (compárese con los 21 mil millones de la actualidad). Mientras que la situación económica se agravaba, otro tanto sucedía en el aspecto social. Entre 1984 y 1988 la pobreza extrema se elevó de 11% a 14% y la pobreza total pasó de 36% a 46%. Por otra parte, la pobreza extrema se eleva de 14% en 1988 a 30% en 1989 (un aumento de 16% en tan sólo un año), llegando a 34% en 1991. Mientras, la pobreza total aumenta de 46% en 1988 a 68% en 1991.

En el seno de las Fuerzas Armadas, estos cambios en la estructura social y económica del país también se hicieron notar, y los intentos de golpe de febrero y noviembre de 1992 fueron una manifestación de ello.

Ambas asonadas castrenses fueron acciones de carácter bélico, aisladas del movimiento de masas. No empalmaron con las luchas cotidianas que los trabajadores, los estudiantes y el movimiento popular venían dando desde mediados de la década del 80, y con mayor fuerza entre 1987 y 1988. Por el contrario, estas acciones buscaban conquistar por asalto el poder político mediante las armas sin contar con la movilización y la lucha de las masas. En rigor, estos intentos golpistas fueron consecuencia del estallido social de febrero de 1989.

Precisamente por esta razón fundamental es que ambos golpes fracasan. Más allá de las habilidades militares de sus líderes, del arrojo y valentía personal de unos y otros, de las razones objetivas que llevaron a Chávez a rendirse, lo que en realidad determinó el fracaso del golpe fue la falta de movilización popular y el aislamiento de la acción militar.

Con el trasfondo de miseria y hambre propiciado por la crisis de la deuda externa latinoamericana, que no fue otra cosa que la expresión más dramática del agotamiento del modelo económico de sustitución de importaciones sobre el cual se había sostenido el capitalismo dependiente en nuestro continente, y detonado por los acuerdos firmados por Carlos Andrés Pérez con el Fondo Monetario Internacional, representante directo del imperialismo, el “Caracazo” o “Sacudón”, fue un evento social y político de gigantescas proporciones, que abrió una “etapa revolucionaria”, en la medida en que la normalidad de las formas burguesas de funcionamiento del sistema político, económico social, entraron en crisis, generándose desde entonces una situación “anormal” para la oligarquía, sus partidos y el imperialismo, en la conducción y manejado del orden capitalista, así como en el control del conjunto de las clases explotadas.

Se produjo lo que Lenin definió, para conceptualizar el carácter revolucionario de una determinada coyuntura o etapa, como un período en el que “los de arriba no pueden seguir gobernando como lo venían haciendo y los de abajo ya no se dejan gobernar como los venían gobernando”.

En rigor, el 27 de febrero de 1989 y los días subsiguientes, significaron, por una parte, el quiebre definitivo del modelo político instaurado por la burguesía y el imperialismo a partir de la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y por otra, la irrupción protagónica en la escena política del país de las masas marginadas, excluidas y explotadas durante 40 años de funcionamiento capitalista cimentado en la renta petrolera.

Sin duda, este es un evento de mucha importancia para comprender la historia política reciente del país, así como para pulsar su eventual dinámica y evolución. Y es lógico que por esa razón, así como por las motivaciones humanas y emocionales que un evento de esta magnitud tiene en la conciencia colectiva de los trabajadores y el pueblo venezolano, sea motivo de debate y discusión.

¿Qué pasó el 27 de febrero?

En primer término, debemos someternos a la contundencia de los hechos y a la observación de la realidad tal cual como se expresó, para poder interpretar científica y correctamente los acontecimientos. En nuestra opinión, el 27 de febrero de 1989 fue el estallido en las calles de las principales ciudades del país, de todo el descontento que desde hacía por lo menos una década se venía concentrando y expresando de diversas formas. Quizás la primera manifestación de masas del descontento social que se incubaba fue la gran movilización obrera de agosto de 1979, la cual fue seguida durante los primeros años de la década del 80 por los paros cívicos regionales, y el síntoma más dramático que presagiaba el estallido que se avecinaba, fue el “pequeño sacudón” que se produjo en la ciudad de Mérida en 1987. El 27 de febrero de 1989 se abrió una etapa revolucionaria que aún no culmina.

¿Fenómeno espontáneo u organizado?

Se debate sobre si fue o no un fenómeno espontáneo, o si por el contrario, como afirmaban los partidos de la burguesía por aquel entonces, fue preparado maquiavélicamente por partidos u organizaciones de izquierda.

En primera instancia deberíamos decir que un hecho de masas como el “caracazo” no es algo enteramente espontáneo, algo de organización social se tuvo que producir para canalizar esa energía poderosa que se abrió paso por las calles de las principales ciudades del país. De alguna forma las organizaciones sociales de las comunidades pobres de las ciudades, y militantes políticos de partidos izquierda, intervinieron en las acciones tratando de darle alguna orientación. Pero lo que predominó, sin duda, fue la espontaneidad popular. Un “que se vayan todos” a la venezolana. El deseo de salir a la calle a protagonizar, a expresar el descontento acumulado, a manifestar inconscientemente su voluntad de cuestionar el orden establecido, pero sin un plan preconcebido, sin un programa para proceder a desmontarlo e iniciar la labor de crear algo nuevo, aunque en el subconsciente colectivo esto haya estado latente.

Lo que sí debe quedar claro es que no fue una acción política deliberada, planificada por una o varias organizaciones políticas o sociales. Precisamente por lo anterior, tampoco fue una acción política con objetivos o un programa específico de transformación de la realidad.

Esta no es una discusión ociosa ni intelectual, tiene una gran importancia hoy para trascender el falso socialismo del actual gobierno, en la perspectiva de luchar por el verdadero socialismo con democracia de los trabajadores.

La principal lección de “febrero”: construir un partido socialista revolucionario

Algunos activistas, influidos por las tesis “neoreformistas” y antimarxistas de Heinz Dieterich, Toni Negri y John Holloway, adalides del “movimientismo” y de la estafa de “cambiar el mundo sin tomar el poder”, tienden a confundir al “partido” con la aberración burocrática-stalinista de los PC, incluso confunden al partido de Lenin con estos aparatos contrarrevolucionarios. De allí que terminen planteando que no es necesario construir organizaciones políticas revolucionarias que dirijan a los trabajadores y el pueblo hacia la toma del poder, y que por el contrario, ese espontaneísmo que caracterizó a las jornadas de febrero de 1989, debe ser lo que prevalezca.

En rigor histórico, lo cierto es que todas las revoluciones populares que ha conocido la humanidad contemporánea han contado con una dirección política, fuera esta un partido de masas o una organización guerrillera. Pero nunca una revolución ha triunfado sin contar con este instrumento, fundamental para organizar y orientar políticamente al conjunto de las masas explotadas.

Si una lección podemos extraer de aquellos acontecimientos es que la tremenda energía subvertidora del pueblo no contó con una herramienta política, con un partido que agrupara a lo más dinámico y activo del pueblo, de la clase obrera, de la juventud y de los demás sectores oprimidos de la sociedad.

Este debate adquiere hoy una relevancia crucial. Si queremos darle respuesta a los principales problemas que atraviesan los trabajadores y el pueblo; si queremos luchar por salarios, por empleo digno, salud, vivienda, en el camino de luchar por el socialismo y un gobierno de los trabajadores y el pueblo, es perentorio construir ese partido.

¿Cómo debe ser ese partido revolucionario?

Pero ese partido clasista, socialista, revolucionario, debe acoger en su seno a los mejores y más activos luchadores juveniles, obreros y populares. Debe ser un partido en el que no tengan cabida burgueses, terratenientes, ni los burócratas enriquecidos bajo el amparo del control del aparato estatal, a través del partido gubernamental. Debe ser una organización independiente del Estado, del gobierno y los patronos. Profundamente democrática, donde los dirigentes sean elegidos por las bases y rindan cuenta a estas. Una organización donde la opinión de cada militante sea tomada en cuenta a la hora de elaborar la política; donde se debata a fondo la línea política a seguir, pero que luego intervenga como un ariete disciplinado en la lucha de clases. Pero este partido no se decreta, no se autoproclama, ni se puede organizar desde las alturas del poder, debe surgir de la lucha social y política mediante la confluencia de individualidades y colectivos obreros y populares probados en la lucha de clases. Un partido para construir una Venezuela socialista, sin patronos, terratenientes, burócratas ni corruptos.

En medio de la tremenda crisis económica y social que padece nuestro pueblo es más urgente que nunca construir esa herramienta política revolucionaria. Que debe nutrirse de los mejores activistas obreros y populares, de jóvenes, que creyeron en el proyecto chavista y que hoy ven como todas sus expectativas se derrumban. En esa tarea estamos embarcados los militantes y dirigentes del Partido Socialismo y Libertad.

*Secretario general del Partido Socialismo y Libertad y profesor de la UCV

@UcvMiguelangel

miguelaha2014@yahoo.com

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