Así asesinaron a León Trotsky
Nota de la redacción: el 20 de agosto de 1940, un agente de la GPU, Ramón Mercader, con órdenes de Stalin, perpetró un atentado contra el gran revolucionario ruso, dirigente junto a Lenin de la Revolución Bolchevique, en 1917 en Rusia. Trotsky, que se encontraba exiliado en México, moriría al día siguiente. A continuación presentamos la narración que su esposa Natalia Sedova, hizo de los últimos momento con vida de Trotsky.
Por Natalia Sedova*
Durante ese día, hasta las cinco de la tarde, Leo Davidovich registró en el dictáfono parte de su artículo sobre la movilización militar en los Estados Unidos y alrededor de cincuenta pequeñas páginas de respuesta a El Popular, es decir, a las perfidias de Stalin. Todo ese día gozó de un completo equilibrio mental y físico.
A las cinco, como de costumbre, tomamos el té. A las cinco y veinte minutos, quizás a las cinco y media, me asomé al balcón y vi que Leo Davidovich estaba en el patio, cerca de la conejera abierta. Daba de comer a los conejos. Con él había un individuo al que no reconocí hasta que se quitó el sombrero y vino hacia el balcón. Era Jacson. “Ya ha venido otra vez”, pensé. Y me pregunté a mí misma: “¿Por qué ha empezado a venir con tanta frecuencia?”. (…)
Con la misma mano con que sujetaba el impermeable —en el que, como se vio luego, llevaba cosidos el zapapico y el puñal— hizo un movimiento embarazoso y, manteniéndola pegada al cuerpo, me enseñó algunas hojas escritas a máquina.
—Está bien que no lo traigo manuscrito, pues a Leo Davidovich no le gustan los manuscritos desordenados.
Había venido a visitarnos hacía dos días, también con impermeable y sombrero. Yo no lo vi, pues desgraciadamente no estaba en casa. Pero Leo Davidovich me dijo que había venido Jacson y que le había sorprendido un poco su actitud. Lo mencionaba como si no quisiera detenerse demasiado en ello. Pero al mismo tiempo, observando ciertas circunstancias nuevas, no pudo dejar de comunicarme su impresión.
—Me ha traído un artículo, más bien un borrador… algo por demás confuso. Le di algunos consejos. Vamos a ver qué resulta.
Y añadió:
—Ayer no parecía un francés. Se sentó de repente sobre mi escritorio y permaneció todo el rato sin quitarse el sombrero.
—Es extraño —observé, sin manifestar la menor sorpresa—. Él no usa sombrero nunca.
—Pues esta vez lo usaba —observó Leo Davidovich sin detenerse, pues iba escribiendo mientras hablaba.
Púseme yo en guardia; creí comprender que esta vez Leo Davidovich había observado algo extraño, pero sin llegar a ninguna conclusión. Se desarrolló esta conversación la víspera del crimen.
El sombrero puesto… el impermeable
bajo el brazo… sentado en el escritorio…
¿No se trataba de un ensayo? Lo hizo con el
fin de encontrarse más seguro después en sus movimientos. (…)
Cuando me acerqué con Jacson a Leo Davidovich, éste me dijo en ruso:
—¿Sabes? Espera que venga Silvia, pues se van mañana.
Quiso indicarme así que sería conveniente invitarlos, si no a cenar, por lo menos a tomar el té.
—No sabía que espera usted a Silvia y que se van ustedes mañana.
—Sí, sí; se me olvidó decírselo.
—¡Qué lástima no haberlo sabido! Hubiera podido enviar algo a Nueva York.
—Puedo volver mañana por la mañana.
—¡Oh, no! Muchas gracias. Sería una molestia para usted y para mí.
Volviéndome hacia Leo Davidovich, le expliqué en ruso que le había ofrecido el té a Jacson y que éste lo había rechazado, quejándose de cierto malestar y de una sed espantosa y que se había limitado a pedirme un vaso de agua. Leo Davidovich lo miró de una manera interrogante y le dijo con un ligero reproche:
—Está usted malo otra vez y tiene muy mal aspecto. Eso no está bien.
Hubo un silencio. Leo Davidovich no quería dejar sus conejos y no parecía muy dispuesto a escuchar la lectura del artículo. Pero, sobreponiéndose al fin, preguntó:
—Entonces, ¿quiere usted leerme su artículo?
Cerró las puertas de las jaulas sin apresurarse y se quitó los guantes que usaba en este menester. Cuidaba sus dedos, que se herían harto fácilmente, lo cual le producía irritación porque le impedía escribir. Mantenía su pluma, como sus dedos, siempre limpia. Sacudió su blusa azul y se dirigió, lenta y silenciosamente, con Jacson y conmigo, hacia la casa. Los acompañé hasta la puerta del estudio de Leo Davidovich. La puerta se cerró tras ellos y yo penetré en la habitación contigua.
Habían transcurrido apenas tres o cuatro minutos cuando oí un grito terrible y estremecedor; no me di cuenta en seguida de quién era. Pero corrí hacia él… Entre el comedor y el balcón, en el umbral de la puerta, apoyado en el bastidor, permanecía de pie Leo Davidovich, la cara ensangrentada y destacándose claramente el azul de sus ojos sin las gafas, los brazos caídos.
—¿Qué es lo que pasa? ¿Qué pasa?
Lo abracé, pero él no me contestó inmediatamente. Pensé que había caído algo del techo, que estaba en reparación. Pero ¿por qué aparecía de repente allí? Él me dijo lentamente, sin alteración, amargura o despecho:
—Jacson.
Leo Davidovich pronunció esta palabra como si quisiera decir: “Se cumplió”. Dimos algunos pasos y con mi ayuda, se echó sobre la estera en actitud de reposo.
—Natacha, te amo.
Lo dijo tan inesperadamente, tan
significativamente, en tono casi tan solmene
y severo, que yo, sin fuerzas y dominada por
un temblor interior, me incliné hacia él.
—¡Oh, no! No hay que dejar entrar a nadie en la casa sin ser cacheado.
Y cautelosamente, poniendo un almohadón debajo de su cabeza rota, le puse hielo en la herida y, con un algodón, restañé la sangre de su rostro.
—Hay que alejar a Siova de todo esto —dijo con dificultad, indistintamente.
Me pareció que Leo no se daba cuenta de esta dificultad.
—¿Sabes? Allí —e indicó con los ojos la puerta del estudio—. Sentí… comprendí lo que quería hacer… Me quiso golpear otra vez, pero yo se lo impedí.
Dijo esto con voz baja y entrecortada, con calma.
“Pero yo se lo impedí”. Estas palabras revelaban una cierta satisfacción. Después Leo Davidovich empezó a hablar con Joe en inglés. Estaba éste arrodillado, como yo misma, en el lado opuesto. Yo me esforcé por comprender sus palabras, pero no lo conseguí. En este momento vi que Charles, muy pálido, entraba en el despacho de Leo Davidovich con un revolver en la mano.
—¿Qué hemos de hacer con ése? —le pregunté a Leo Davidovich—. Lo van a matar.
—No, no deben matarlo; hay que obligarlo a hablar —respondió Leo Davidovich pronunciando siempre las palabras despacio y con dificultad.
Oímos de repente un alarido lastimoso. Miré a Leo Davidovich, interrogante. Con un movimiento de los ojos, apenas perceptible, indicó la puerta de su despacho y dijo con despego:
—Es él… ¿No ha llegado el médico?
—Va a venir en seguida. Charlie ha ido a buscarlo con el coche.
Llegó el médico, vio la herida y dijo, conmovido, que no era de peligro. Leo Davidovich lo aceptó tranquilamente, casi con indiferencia, como si no se pudiera esperar de un médico otra opinión en tales circunstancias. Pero, dirigiéndose a Joe en inglés y señalando su corazón, dijo:
—Siento aquí… Que esto es el fin. Esta vez lo han logrado.
A mí me quiso ahorrar esto.
La ambulancia, en medio del bullicio de la ciudad, con su frivolidad, las apreturas de la gente, la intensa iluminación nocturna, iba maniobrando y avanzando con el ininterrumpido sonido de su sirena y el silbato de los policías en sus motocicletas. Y nosotros llevábamos a nuestro herido con un dolor profundo, insoportablemente agudo en el corazón y con una alarma siempre creciente. Conservaba él su lucidez. Su mano izquierda se extendía a lo largo del cuerpo, paralizada; ya lo había dicho el doctor Dutrem cuando lo examinó en el comedor de la casa. La derecha, como si no encontrara un lugar donde apoyarla, movíala constantemente en círculos y se encontraba con la mía. Hablaba con mayor dificultad. Inclinándome hasta rozarle, le pregunté cómo se sentía.
—Ahora, mejor —me contestó.
“Ahora, mejor…”. Despertó en mí una aguda esperanza. El ruido ensordecedor, los silbatos de los motoristas, el ulular de la ambulancia continuaban, pero mi corazón latió esperanzado. “Ahora, mejor”.
Atravesamos la puerta. La ambulancia se detuvo. Nos rodeaba mucha gente. “Entre ella pueden estar los enemigos, como siempre en estos casos —pensé—. ¿Dónde están los amigos? Sería preciso que rodearan la camilla”.
Fue colocado en su cama. En silencio, los médicos examinaron su herida. Siguiendo sus instrucciones, la enfermera procedió a cortarle el pelo. Yo estaba de pie, a la cabecera. Sonriendo ligeramente, me dijo:
—También ha venido el peluquero.
Trataba de alejar de mí la pena.
El mismo día habíamos hablado de llamar al peluquero para que le cortara el cabello, pero no lo hicimos. Ahora lo recordaba.
Leo Davidovich invitó a Joe, que estaba a mi lado, a apuntar en una libreta su despedida de la vida, como supe después:
—Estoy seguro del triunfo de la IV Internacional. ¡Adelante!
A mi pregunta sobre lo que había dicho, respondió Joe:
—Me pidió que apuntara algo sobre estadística francesa.
Me extrañó que hablara entonces de estadística francesa. ¡Muy extraño! Quizá se sentía mejor.
Continué de pie a la cabecera, sosteniendo el hielo sobre la herida y escuchando. Empezaron a desnudarlo y, para no causarle molestias, cortaron con la tijera su blusa de trabajo. La enfermera y el doctor cambiaron una mirada de simpatía por aquella blusa obrera y después le cortaron el chaleco y la camisa. Le quitaron el reloj de la muñeca y la ropa restante sin cortarla. En este momento me dijo:
—No quiero que me desnuden ellos; quiero que lo hagas tú.
Lo dijo muy distintamente, pero con gran aflicción. Estas fueron sus últimas palabras dirigidas a mí.
Al terminar me incliné y puse mis labios sobre los suyos. Respondió a mi beso. Respondió largamente. Así fue nuestra despedida. Pero no lo sabíamos. El herido perdió el conocimiento. La operación no lo volvió en sí. Sin apartar de él mis ojos, seguí velándole toda la noche y esperando el despertar. Sus ojos estaban cerrados, pero la respiración, por momentos difícil, otros tranquila, inspiraba esperanza. Así pasó también el día siguiente. Hacia el mediodía, según la previsión de los médicos, se produjo una mejoría. Pero a la caída de la tarde hubo un cambio repentino en la respiración del paciente: se aceleraba más y más, pronunciándome una inquietud mortal. Los médicos y el personal del hospital rodearon la cama del herido, visiblemente conmovido. Perdiendo el dominio sobre mí misma, pregunté que significaba aquello. Sólo uno de los médicos, cauteloso, me aseguró que aquello pasaría. Los otros, callaron. Comprendí lo falso que era este consuelo y lo desesperado de la situación. Lo incorporaron, la cabeza se inclinó sobre el hombro y cayeron sus brazos como en “El descendimiento de la Cruz”, del Ticiano, el vendaje en lugar de la corona de espinas.
Los rasgos de su rostro mantenían toda su pureza y todo su orgullo. Parecía como si fuera a incorporarse bruscamente y a decidir él mismo su suerte. Pero era demasiado grande la profundidad de su herida del cerebro. El despertar, tan ansiosamente esperado, no se produjo. No volvimos a oír sus palabras. Ya no estaba en el mundo.
Llegará la venganza contra los asesinos. Durante toda su bella y heroica vida, Leo Davidovich creyó en la libertad del futuro humano. Su fe no se debilitó durante los últimos años, sino que, por el contrario, se fortaleció y se vigorizó. La humanidad futura, liberada de la miseria, suprimirá toda clase de violencias. Él me enseñó a creer en eso.
*Fuente: ESCA No. 247