25 abril, 2025

Cuento: En el solar de la escuela

Helicópteros Apache baten el cielo una y otra vez.

Aviones F-16 rompen la barrera del sonido.

Carros de combate Merkava sacuden las casas, trasladándose de calle en calle y de esquina en esquina.

Veloces vehículos oruga profanan las calles, destruyen las aceras y disparan intermitentes ráfagas de proyectiles.

Helicópteros Apache baten el cielo una y otra vez.

Aviones F-16 rompen la barrera del sonido.

Carros de combate Merkava sacuden las casas, trasladándose de calle en calle y de esquina en esquina.

Veloces vehículos oruga profanan las calles, destruyen las aceras y disparan intermitentes ráfagas de proyectiles.

Las pequeñas patrullas anuncian a voz en grito:

-Gentes de Ramala y Al-Bira, está prohibido circular hasta nuevo aviso. Todos lo que tengan entre 14 y 45 años se concentrarán en el patio de la escuela.

Mi hermano, que vive tan sólo una calle más allá de mi casa, me llama por teléfono:

-Voy a cumplir los 45, ¿salgo?

-Yo no he oído que el ejército nos llame –le contesté-. En nuestra calle no han llamado, por lo que yo no saldré.

-Yo tampoco lo he oído. No saldré. ¿Se lo creerán?

Mi vecino más próximo me llama también por teléfono:

-Si vas a salir, dímelo para que salgamos juntos. Y si no sales, yo tampoco saldré, pues la muerte compartida es más llevadera.

Decidí saltar por encima de la tapia para visitar e mi vecino más próximo. Oteé bien la calle y comprobé si había francotiradores en las azoteas de los edificios altos. Al no ver nada, salté. Llamé a la puerta suavemente y mi vecino estaba junto a ella. Me dijo:

-Estoy bien preparado. Como ves, estoy completamente vestido. Hace frío. En el caso de que me apresaran, estaría protegido del frío que se siente al dormir a la intemperie. Sabes que mi cuerpo no soporta el frío. Así estoy totalmente preparado para cuando vengan. Tendré que abrir la puerta rápidamente antes de que la vuelen. Ya le ha ocurrido eso a amigos míos en otras zonas. ¿No será mejor –añadió después- que salgamos tan y como nos han ordenado?

-En mi opinión, no deberíamos salir, le dije. Cuando vengan, nos molerán a palos, pero habremos ganado el quedarnos algunos días en casa en lugar de dormir a la intemperie, sin comida ni bebida caliente y sin cigarrillos.

-Es cierto- dijo.

Se acercó a mí, procurando que sus dos hijos de 9 y 10 años no lo oyesen, y me comentó:

-Ziyad y Zayd, a los que ves, me consideran un héroe. Creen que puedo enfrentarme con todo el mundo incluidos los israelíes, con sus carros de combate, sus aviones y todas sus armas. Estoy pensando en salir y entregarme en lugar de que vengan a mi casa y la fuercen. Lo que más me asusta es que me golpeen delante de mis hijos y que esa imagen de mí se les quede grabada en su mente. Los conozco muy bien, especialmente a Zayd, el pequeño; se vendría abajo para toda su vida y perdería la confianza en sí mismo y en los que cree que pueden protegerlo. Este pequeño que ves tiene autoestima, valor que he intentado inculcarle. Ni tan siquiera quiere que nadie esté con él cuando se baña, y lo hace solo. ¿Qué pasaría si vinieran y me obligaran a desnudarme delante de ellos, como han hecho con otros? ¿Qué imagen se su padre se les quedaría grabada?

No le contesté, pues lo comprendía, aunque no podía aconsejarle que saliera.

Oí un ruido en la calle. Me quedé mirando delante de la ventana. Se trataba de unos jóvenes del barrio en el que vivíamos que se juntaban y se preparaban para ir a la escuela en la que el ejército había mandado que nos concentráramos. Eran los mismos que todas las mañanas, en los días normales, pasaban con sus libros hacia la escuela. Uno de los vecinos les gritó que volvieran a sus casas y que, si el ejército quería apresarnos, que viniera a por nosotros en lugar de ir a entregarnos.

A lo lejos, en la calle de enfrente, vi a los hijos de un amigo mío que se dirigían al recinto de la escuela. Lo llamé por teléfono y le pregunté por qué lo hacían. Me contestó:

-Estos son mis hijos. Muchos vecinos han salido. Es mejor para mí que vayan y que no sea el ejército el que venga a por ellos. Soy su padre y sé que no soportaría que los golpeasen delante de mí. Que los golpeen lejos de mí; que los encarcelen como quieran; que pasen hambre, sed y frío; pero que todo eso no ocurra delante de mí. Si esto último pasara, me moriría de un ataque al corazón. O quizá, en un ataque de cólera, los defendería y me matarían delante de ellos. Quiero vivir y quiero que ellos vivan. Que salgan como han salido muchos y que vuelvan a casa como otros vuelven. Ten en cuenta que les he encargado que vuelvan a casa tan hombres como se marcharon: que regresen con la cabeza bien alta, como tienen ahora. No quiero que delaten a nadie ni digan nada. ¿Crees que me he equivocado?

No le contesté con total franqueza, pero le dije que yo no saldría ni aunque me golpearan delante de mis hijos y de mi esposa ni aunque los apalearan a ellos delante de mí. Es la ocupación. ¿Sabes que, cuando quieran destrozarán nuestras casas, como han hecho con otras? Quiero vivir, si así lo determinan, y quiero morir, si ese es nuestro destino.

No vino el ejército a sacarnos de nuestras casas, no dormimos bien. Nos quedamos viendo la televisión, que emitía programas con canciones orientales y occidentales, y jugando al parchís en la mesa. Limpiamos y ordenamos la casa. Mandé a mi hijo mayor, que tiene 18 años, que se afeitase y se vistiese bien. Realizamos algunos cambios en las casa, pues intentábamos impresionar a cualquier soldado que entrase en ella. Procuramos crear un ambiente que influyera en los soldados y les convenciera, sin tener que hablarles, de que trataban con gente “respetable”.

El ejército no vino a sacarnos de casa y continuamos oyendo el retumbar de los helicópteros Apache, los aviones F-16 rompiendo la barrera del sonido, el ruido de los Merkavas sacudiendo las calles y las casas, el silbido de los proyectiles que disparaban los vehículos oruga y el altavoz que anunciaba, de vez en cuando, que estaba prohibido circular.

Pasó una semana y todo continuaba igual. Fue entonces cuando el sonido del mismo altavoz anunció que se podía circular durante tres horas para abastecerse de comida. Mi hijo se citó con sus compañeros, especialmente con aquellos que vivían cerca de la Muqátaa en la que se encontraba cercado el presidente. En cuanto a mí, salí a buscar algo de comida. No se encontraban verduras frescas ni combustible con el que encender la estufa. El invierno había vuelto de nuevo con esta invasión. Tuvimos que contentarnos con comprar algunas latas de conservas.

El levantamiento del toque de queda concluyó rápidamente. Mi hijo vino poco después del tiempo fijado, con el estado de ánimo alterado. Por otro lado, me comentó:

-Nosotros no hemos visto nada. El ejército no ha irrumpido en nuestra casa, pero sí lo ha hecho en las casas de los amigos con los que me he encontrado. A algunos de ellos los han retenido durante varias horas, a otros los han golpeado y a otros han rebuscado en sus casas palmo a palmo. ¿Por qué no me ha sucedido a mí nada de eso? Todos ellos tienen una historia que contar, mientras que yo no. Me gustaría ir al recinto de la escuela para sufrir como ellos.

Se calló un momento y a continuación añadió:

-Me acerqué al lugar en el que se encuentra el presidente. Los carros de combate lo cercaban por todos lados. Han destruido la mayor parte de la sede. El presidente no puede salir como de costumbre. Los carros de combate campan a sus anchas a su alrededor. ¿Y nosotros qué hacemos?

Encendí la televisión cuando daban las noticias. En ese momento el presiente declaraba de una forma entrecortada a causa de las interferencias israelíes:

-¡Ahí están gritándonos, con sus altavoces, que nos rindamos! ¡Ahí están dándonos quince minutos para que lo hagamos! ¡Habéis de saber que no haremos lo que ellos quieren y que es preferible morir mártires!

Cambié de canal sin intentar convencer a mi hijo de que, al quedarnos en casa, como habíamos hecho, simplemente estábamos resistiendo y aguantando con paciencia. Tenemos otra historia diferente de las de sus amigos. Diversos canales de televisión difundieron la noticia de que la escuela había sido destruida por completo, que tan sólo quedaba el solar y que los recluidos habían sido trasladados a cárceles.

Dejó de llover un momento y el día se despojó. Los Apaches seguían batiendo el cielo; los aviones F-16 continuaban rompiendo la barrera del sonido; los carros de combate Merkava no dejaban de sacudir las casas; los vehículos oruga iban y venían disparando; y las pequeñas patrullas seguían vociferando con desprecio, pero con algo de aburrimiento y desaliento:

-Os hemos dicho que está prohibido circular. ¿Es que no entendéis árabe?

Traducción de Jorge Lirola Delgado

Tomado de http://www.mundoarabe.org/cuento_palestino.htm

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