El papa que confundió la humildad con el silencio

Los malquerientes de los porteños dirán que el Espíritu Santo obró un extraordinario milagro: ha conseguido que un argentino se vuelva “el papa de la humildad”.

Los malquerientes de los porteños dirán que el Espíritu Santo obró un extraordinario milagro: ha conseguido que un argentino se vuelva “el papa de la humildad”. Yo, que los estimo mucho, pienso que el cardenal Jorge Mario Bergoglio no solo puede dar ejemplo de sencillez a una jerarquía envanecida, sino que estará cerca de los pobres y desesperanzados.

Parece paradójico que el nuevo papa asuma como misión la modestia y la devoción por los desvalidos, condiciones que deberían ser, y fueron, esencia del cristianismo. Pero al ver uno los alamares, los destellos dorados, los botines de raso y las galas del cónclave se da cuenta de que para desmontar el boato de la cúpula eclesial haría falta un equipo de Bergoglios con escobas. El espectáculo deslumbra; pero no se fundó la Iglesia para descrestar peregrinos, sino para buscar el cielo a través del amor al prójimo.

A fin de resaltar las cualidades de Francisco, se cuenta que hasta hace poco, siendo arzobispo de Buenos Aires, se movilizaba en metro, vivía en piezas espartanas y preparaba su propia comida. También visitaba con frecuencia los tugurios y hacía barra al San Lorenzo de Almagro, que hace rato dejó de ser un equipo de fútbol peligroso. Si a lo anterior agregamos que es políglota, que procede de una familia proletaria de inmigrantes, que hizo meteórica carrera en la curia y que no hay jesuita bruto, el nuevo papa aparece adornado de atractivas virtudes.

El problema es que no basta con acompañar en silencio a los pobres: hay que defenderlos y señalar a quienes los explotan. Es en esta materia donde surgen dudas y reservas sobre el pontífice che. Los religiosos vinculados a la teología de la liberación no vacilaban en denunciar a los opresores. Hélder Câmara, el diminuto obispo brasileño, nunca dejó de condenar el capitalismo salvaje y siempre hizo oír su voz contra las condiciones de sometimiento y miseria de sus hermanos desposeídos. Cuando tuvo que volverse un dolor de cabeza para el sistema neoliberal que impusieron en Brasil los economistas de la escuela de Chicago, lo hizo. Y cuando le tocó enfrentarse a la dictadura militar, se enfrentó. Sabía que su condición de jerarca implicaba riesgos y deberes, y no fue inferior a ellos.

Bergoglio optó por una posición muy distinta. Su actitud durante los tiempos de la junta que asesinó, torturó o desapareció a 30.000 argentinos fue discreta y condescendiente. Nunca una condena valerosa, nunca un enfrentamiento incómodo. Afirmó que ignoraba el robo de bebés de militantes de izquierda para regalarlos a amigos de la dictadura, pero hay evidencias que revelan lo contrario. Ahora cuentan que salvó vidas en secreto y gestionó entre bambalinas la libertad de algunos ciudadanos. Sin embargo, no debió de ser muy satisfactoria su labor cuando la Iglesia argentina, con él a la cabeza, pidió perdón años después por haber sido “indulgente” con los sátrapas que “lesionaron libertades democráticas”.

Francisco estuvo blandito, pasó medio agachado, no superó la prueba ácida. Algunos lo excusan diciendo que el nuevo pontífice tiene un “estilo suave”. Sin embargo, hay que ver con qué fiereza ha combatido las leyes argentinas que reconocen el matrimonio homosexual o los derechos de la mujer sobre su cuerpo. En este terreno no vaciló en chocar con el gobierno de los Kirchner, encabezar manifestaciones y lanzar homilías condenatorias. Tanto alboroto ahora y tanta mudez antes hacen pensar que, pese a ser latinoamericano, tomar mate y orar en español, el papa argentino está más próximo al Vaticano que a la bonaerense plaza de Mayo, donde desfilaban las víctimas de esa dictadura que él no combatió.

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