El retorno imposible de cinco millones de palestinos
El sionismo se forjó sobre un mito falso: los israelíes eran un pueblo sin tierra que conquistó una tierra sin pueblo. Esa cantinela, repetida como un mantra, terminó calando en la población y se hizo para ellos carne verdadera. Los palestinos que poblaban el Medio Oriente cuando cristalizó el Estado de Israel no existían y, por tanto, no merecían la menor de sus atenciones. Pero esa visión sólo convence en Tel Aviv y alrededores, y poco a poco, ni siquiera a su propia gente. Por eso el tema de los refugiados palestinos, el grupo de población que más tiempo ha permanecido en el exilio forzoso en el mundo, está hoy en el corazón de todo el conflicto entre ambos pueblos y es un eje esencial para la paz o para el enconamiento del problema. Para la Autoridad Nacional Palestina es imprescindible su regreso o, al menos, una solución digna. Para Israel es una cuestión menor que ni por asomo merece concesiones.
El sionismo se forjó sobre un mito falso: los israelíes eran un pueblo sin tierra que conquistó una tierra sin pueblo. Esa cantinela, repetida como un mantra, terminó calando en la población y se hizo para ellos carne verdadera. Los palestinos que poblaban el Medio Oriente cuando cristalizó el Estado de Israel no existían y, por tanto, no merecían la menor de sus atenciones. Pero esa visión sólo convence en Tel Aviv y alrededores, y poco a poco, ni siquiera a su propia gente. Por eso el tema de los refugiados palestinos, el grupo de población que más tiempo ha permanecido en el exilio forzoso en el mundo, está hoy en el corazón de todo el conflicto entre ambos pueblos y es un eje esencial para la paz o para el enconamiento del problema. Para la Autoridad Nacional Palestina es imprescindible su regreso o, al menos, una solución digna. Para Israel es una cuestión menor que ni por asomo merece concesiones.
Como explica Christopher Gunness, representante de la UNRWA en Jerusalén (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados palestinos), en la guerra de 1948 hubo un desplazamiento forzado de aproximadamente 750.000 palestinos. En diciembre de ese año la Asamblea General de la ONU adoptó la resolución 194, que prevé el derecho de retorno y a la compensación para las personas que debido al conflicto tuvieron que retirarse de la Palestina histórica entre 1946 y 1948, así como el de sus descendientes. Esta resolución proclama tres derechos incuestionables: el retorno en sí, la restitución de la vivienda y la propiedad, y la compensación, así como dos soluciones distintas: el retorno, la restitución y la compensación; o el reasentamiento. El propio refugiado es quien debe elegir entre ambas opciones. La resolución 194 es el elemento jurídico clave para los palestinos y a ella se aferra la ANP.
Sin embargo, Israel rechazó dicha obligación, negando, por puro miedo, un retorno en el marco de los territorios que ocupó: hoy hay una población de un poco menos de siete millones de habitantes en el país, de los cuales 1,3 son árabes con nacionalidad israelí. En todo el mundo, el total de la diáspora palestina alcanza los 11 millones de personas y, de ellos, 4,7 millones están oficialmente reconocidos por la UNRWA, seis veces más de los que se fueron en los años 40 del pasado siglo. Si se suman todas las variantes “árabes”, la esencia judía de Israel se evaporaría. Lo dice, firme, el ex embajador de Israel en España Herzl Inbar: “El regreso de los palestinos es inviable, absurdo y provocaría el fin del Estado judío”. No cede cuando se le señala que hay otras resoluciones de la ONU, como la 237, que exigían a Israel en 1967 “que garantice la protección, el bienestar y la seguridad de los habitantes de las zonas donde se han llevado a cabo operaciones militares, y a que dé facilidades para el regreso de los habitantes que han huido de esas zonas desde que comenzaron las hostilidades…”. “Mire, el movimiento humano de los refugiados surgió en un contexto de guerra abierta y por una agresión de los árabes contra el plan de partición que la propia ONU diseñó en 1947. Son ellos los que iniciaron el conflicto, y eso tiene unas consecuencias. Además, los países árabes han perpetuado la figura del refugiado manteniendo en condiciones pésimas los campos”. De hecho, la postura que defiende para las negociaciones de paz el ministro de Exteriores israelí, Avigdor Lieberman (Yisrael Beitenu, ultranacionalista), es que se expulse a los árabes-israelíes para “descontaminar” el país de su naturaleza palestina y evitar así “que estalle la bomba de relojería árabe”. En los últimos 40 años, de hecho, más de 13.000 palestinos han visto revocada su residencia en Israel, según la ONG B´Tselem.
El primer ministro, Benjamin Netanyahu, no llega a tanto y propone que los refugiados que están en terceros países (41,8% en Jordania, 9,9% en Siria, 9% en Líbano; el resto, en campos de Gaza y Cisjodania) elijan entre instalarse en el futuro Estado palestino o recibir una indemnización, nunca pagada por Israel, sino por la “comunidad internacional”. Como máximo, podría admitir de vuelta entre 40.000 y 50.000 palestinos que retornarían en cinco años, lo que ya fijó en Taba en 2001. Nada más. El Cuarteto (formado por la ONU, la UE, EEUU y Rusia) asume desde ya que el retorno es “imposible” y que el conflicto deberá resolverse con la vuelta de “algunos” refugiados a la futura Palestina y, sobre todo, con dinero para indemnizaciones. El problema es quién pagará. El pensador Souheil Al Natour, especialista en la historia de los refugiados en Líbano, lo resume todo en una frase: “Hemos perdido todas las oportunidades, no habrá retorno, ni dignidad, ni reparación alguna. La ANP firmará el acuerdo sin lograr nada. Es inviable para Israel, política y religiosamente, y es inviable para Occidente, que tendría que pagar sus platos rotos”.
Safed y Hassam, sin embargo, no saben de resoluciones ni de política. Para ellos está lejos la nueva negociación, no conocen a Obama ni a Clinton. Pero saben más de los refugiados que todos ellos, porque ellos lo son. Con apenas ocho años –la piel oscura, los ojos inmensos, la risa triste- su vida es una tragedia diaria. Residen en el campo de refugiados de Askar, cerca de Nablus (Cisjordania), donde el censo de la ONU contabiliza 15.591 personas. Uno más de los 59 reconocidos oficialmente. Son hijos, nietos, sobrinos, hermanos de refugiados. Malviven con el sueldo de su hermano mayor, cabeza de familia desde que a su padre y a su tío los encarcelaron. “Mi papá estará 200 años en prisión, es un mártir”, relata Safed (¿o es Hassam? Son dos gemelos idénticos). Porque esa es otra: el sufrimiento y el resentimiento acumulados elevan el radicalismo en los campos, “la verdadera cantera de activistas de la Guerra Santa”, como los llama Hazem Jamjoum, portavoz de Badil (Resource Center of Palestinian Residence and Refugee Rights). Su familia sería el prototipo para el perfil del refugiado: con tres miembros menores de 15 años (42,3% de la población), con más de tres hijos (la fertilidad está entre 3,3 y 4,6), con un abuelo discapacitado por ataques israelíes (6,4% de los refugiados), humildes hasta el punto de comer sólo gracias a la ayuda mensual de la ANP (el 47,7% de los refugiados son pobres y el 6% sufre condiciones extremas de pobreza). Su madre y sus tíos están en paro (ocho puntos por encima del resto de los palestinos, 30,6%). También disfrutan de algo bueno: tienen una digna escuela de la ONU a cien metros de casa y el control de los trabajadores internacionales garantiza su asistencia a clase y su seguimiento de las materias (el 85% de los refugiados son letrados).
Pero su vida no es una estadística, es la rutina en una casa de 20 metros cuadrados para seis personas, cuatro paredes de cemento con techo de chapa; es el cuidado de una madre con problemas ginecológicos que no obtiene permiso para curarse en suelo israelí (sólo uno de cada 400 lo logra); es su admiración por los suicidas, y la desconfianza en un futuro negrísimo. Es la anemia crónica que arrastran los dos niños y los problemas mentales de su calvario.
El sanitario es precisamente uno de los problemas más graves de los refugiados. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, seis de cada diez niños como los gemelos Abukesheck padecen anemia crónica y entre el 7,9 y el 12,4% de los pequeños menores de cinco años tienen problemas de crecimiento. Al menos pueden contarlo, porque la tasa de mortalidad infantil en los Territorios Ocupados oscila entre el 15 y el 25%, la más alta del Medio Oriente. La hepatitis y la diabetes, enfermedades erradicadas en medio mundo, son para las familias de los refugiados un mal crónico que se convierte en mal menor ante el colapso sanitario de los centros palestinos. Como explica la OMS, a la enfermedad del cuerpo se suman las de la mente, que hacen tanta mella o más en los refugiados. Más de la mitad de la población ha sido tratada alguna vez por problemas psicológicos y son los niños, precisamente, los más permeables a estos males. “Las duras condiciones de vida, la inestabilidad política, la violencia y la incertidumbre en el futuro”, concretada cada día en la demolición de viviendas, el estado de sitio, los toques de queda, la presencia militar israelí, los controles y redadas o las humillaciones de los check-points hacen que el 68% de los niños sufran hoy estrés postraumático, explica en ente de Naciones Unidas.
María José Lera, profesora de Psicología en la Universidad de Sevilla y colaboradora de la OMS, ha acudido en numerosas ocasiones a Gaza y Cisjordania para evaluar el estado mental de la infancia y, sobre todo, el clima en las aulas. Sus informes para la ONU y la UE son descorazonadores. “Lo mínimo que tienen estos niños es miedo. Son constantes los casos de incontinencia urinaria, de falta de concentración, de transtornos alimentarios provocados por la ansiedad. Tienen desajustes del sueño y pesadillas diarias, por eso están además irritables. Lo que en la adolescencia son comportamientos antisociales, en la edad adulta acaba en neurosis. Los bombardeos no sólo acaban con el ataque de pánico que generan, sino que su efecto es permanente en los pequeños”, relata.
Los habitantes de los campos de refugiados no están sanos, además, porque no viven en un entorno que lo sea. “Los campamentos están totalmente congestionados y hacinados, la ayuda no llega como en los años 60, cuando estaba mejor repartida, y las carencias son ahora desoladoras. No esperamos ni siquiera un regreso digno ni una indemnización, hablamos de cómo articular ayudas que dignifiquen a los que ya viven en la propia Palestina pero que se quedaron sin casa, sin tierra, sin empleo, y que hoy no tienen espacio para respirar. ¿Y qué ocurre con la gente que vive en campamentos no reconocidos, como Latakia (Siria), con 6.000 personas? ¿Y con los 3.000 muertos en Sabra y Chatila que ya no podrán retornar?”, apunta Hazem Jamjoum como contrapunto amargo al sueño de un acuerdo.
En el campo de Beach Camp, en Gaza, el hacinamiento del que habla el cooperante salta a la vista. Los refugiados viven en las primeras casas que levantó la ONU en 1949, unos encima de otros, teniendo en cuenta que las familias se han multiplicado por cinco y por seis. Aquí, como en el campo de Balata (Nablus), o en el de Aida (Belén), hay callejones de un metro de ancho, porque las casas han tenido que levantarse arañando el máximo de espacio. Un metro cuadrado es un tesoro. Pero Beach Camp supera todo lo demás: aquí se concentran 82.000 personas en un kilómetro cuadrado. La mayor densidad de población de Oriente Medio. “No te extrañe, uno de cada tres refugiados del mundo somos palestinos”, explica con voz lánguida Jameela, una maestra del lugar. Si el número de refugiados se ha multiplicado por seis en estas décadas, el suelo del que disponen se ha recortado un 23%, según la ONU. La ecuación tiene un resultado evidente: familias apiñadas, hijos con padres y abuelos con tíos, sobrinos, primos… todos en un mismo espacio, y ni un solar más libre donde levantar servicios. Bien lo sufre esta profesora, que sabe de aulas con niños mezclados, de mil edades, por falta de espacio, de sillas que faltan, de mesas compartidas, de libretas comunitarias. Tiene 50 niños por aula, el doble que en un colegio español, y aún así dice que lleva la clase con buen ritmo. “El ansia de saber y de mejorar no se la come el hambre”, dice, orgullosa. Ella misma, a sus 35 años, es hija de las ayudas de la ONU, de las raciones contadas, de la visita mensual del médico, de la falta de empleo. Jameela hubiera querido ser empresaria y crear un gran taller de costura, el sueño de su madre y su abuela, que aún recuerda el que tenía en Jaffa, al sur de Tel Aviv, actualmente suelo israelí, cuando tuvo que salir huyendo en la guerra del 48. “Pero aquí es imposible montar una empresa… Y eso que he tenido suerte, porque sé inglés y me peleé con los occidentales hasta entrar en la escuela. Tengo un sueldo y pan, pero no dignidad, no puedo ir a la casa de mis abuelos a oler desde allí el Mediterráneo, no puedo visitar a mis familiares en Hebrón, no puedo viajar y conocer mundo. El problema de los refugiados es mucho más que un retorno a una tierra, son derechos pisoteados por décadas. Si la ANP nos deja en el camino, habrá guerra. No sé si con los que viven fuera, pero sí con los que seguimos aquí, sin nada, 60 años después”. Lo dice ahora rabiosa, con el gesto arrugado, las manos crispadas y el ceño duro. ¿Y quién podría poner solución? “Hamás”, responde en un susurro. De nuevo, el radicalismo que nace en la cuna de la necesidad.