Honduras: la política en la era del reality show (parte I)
Independientemente de lo que termine resultando en Honduras, hay por lo menos dos cosas que vale la pena comentar que quizás no se relacionan tanto con “el fondo” del problema sino más bien con “su forma”. La primera de ellas, sería la que tiene que ver con el porvenir de los conflictos políticos en la época del reality show. La segunda, con el problema de los usos de la violencia, con eso que Zizek llama “la suspensión política de la ética”, y las diferencias de apreciación que esto genera cuando proviene de la izquierda o de la derecha.
Independientemente de lo que termine resultando en Honduras, hay por lo menos dos cosas que vale la pena comentar que quizás no se relacionan tanto con “el fondo” del problema sino más bien con “su forma”. La primera de ellas, sería la que tiene que ver con el porvenir de los conflictos políticos en la época del reality show. La segunda, con el problema de los usos de la violencia, con eso que Zizek llama “la suspensión política de la ética”, y las diferencias de apreciación que esto genera cuando proviene de la izquierda o de la derecha.
Con respecto a lo primero, lo ocurrido el día de ayer es bastante ilustrativo de cómo funciona la política en la actualidad. Ciertamente, por definición, la política es un hecho público, así que poco más o menos se le puede pedir a los políticos que actúen en cuanto tales. Sin embargo, eso es una cosa y otra muy distinta es cuando la política termina pareciéndose a cualquiera de los reality show que pasan en cualquiera de nuestros canales. Es decir, cuando los protagonistas terminan como haciendo el papel de sí mismos, actuando como se suponen que actuarían en “condiciones normales”, pero a sabiendas que, en el fondo, todo es justamente una actuación.
A ver si me explico. Se supone que el secreto de los reality es que vemos a la gente comportarse como son en la realidad, por eso al género se le conoce como “real world”. En este caso, lo que diferenciaría a un reality de una telenovela o una serie es que en estas últimas la gente hace de otros, es decir, actúa propiamente tal: de médico, de ama de casa, de asesino, etc., roles que después pueden variar conforme varía el programa. Sin embargo, en un reality eso no pasa: aquí la gente hace de sí mismos, es decir, no se desdobla en un otro. Por eso los protagonistas en el primer caso son actores, en el segundo son gente normal en situaciones normales o extraordinarias, pero siempre comportándose como ellos mismos.
Ahora bien, en la expresión “comportarse como sí mismo”: ¿no hay ya un principio de actuación? De hecho, ¿no es una expresión en cierto modo paradójica? Cuando se dice que alguien se comporta como sí mismo, ¿no es evidente que hay por lo menos dos sujetos, un “real” que actúa como un otro “sí mismo” imaginario, especular? En este caso, compartimos la hipótesis planteada por otros de que esta diferencia entre actuación y comportamiento cotidiano que se hace en el reality es absolutamente falsa. Que de hecho, nunca actuamos tanto cuando hacemos el papel de nosotros mismos, de allí las típicas amplificaciones que solemos ver en los programas de este tipo, ese plus que hace la gente en remarcar sus rasgos “normales”, “cotidianos”, lo cual en sí mismo denuncia la impostura de la situación y que responde como todos sabemos a la demanda de ese “gran Otro” simbólico que es la cámara. Sin embargo, más que llamar la atención sobre este hecho trivial y más que evidente, lo que me gustaría plantear es cómo éste dispositivo lejos de considerarse una perversión alienante del mundo televisivo, es más bien la versión exagerada de lo que ocurre en la realidad, y en este caso en la realidad política.
Aquellos líos magistrales entre Uribe y el presidente Chávez son un buen ejemplo de lo anterior. En el último de ellos, hubo de todo: comunicados, gritos, insultos, retiro de embajadores, amenazas, movilización de tropas, terceros mediando, una breve pausa (como en la propaganda de Nescafe) y luego reconciliación, abrazos, bromas y un feliz retorno a la normalidad. En este caso, todo sabíamos que no íbamos a la guerra, pero al menos por un momento nos vimos forzados a actuar como sí. De allí las exageraciones de los presidentes: Uribe en su papel de protector de la sociedad civil conservadora, Chávez en el suyo de paladín de los pueblos oprimidos. En este caso, la expresión “guerra mediática” nunca tuvo tanto sentido. Nada pasó en “la realidad”, aunque todos lo vimos por televisión.
El retorno de Zelaya ayer se inscribe en esta misma lógica. Por un momento, parecía que se había decido a cortar el nudo gordiano una vez vistas las tácticas dilatorias del gobierno de Micheletti, la hipocresía internacional, la inoperancia de la OEA y la impotencia de los países del ALBA. La movilización popular parecía también augurar momentos sublimes, como una especia de reedición del 13 de abril venezolano cuando la revolución, por cierto, todavía no era televisada. Desde el otro bando, las expectativas no era menores: Micheletti juró detenerlo apenas pisara suelo hondureño. Así las cosas, como en la crisis colombo – venezolana, no faltaba ningún ingrediente: el gobierno golpista acusó a Nicaragua y Venezuela de invasión y, como para darle la razón, Maduro iba de copiloto en el Jeep. El infaltable vocero norteamericano declaró, el MERCOSUR también e Insulza, todo estaba listo pues pero a la final, no pasó nada. O mejor dicho, si pasó: Zelaya efectivamente regresó a Honduras, levantó valiente la cadena que separaba ambos países, pisó suelo hondureño, dio unos seis pasó dentro de él, estuvo como una hora más o menos, nadie lo arrestó pero tampoco avanzó, y luego de hablar mucho por teléfono y declarar a la prensa, se regresó a Nicaragua.
Uno no puede sino extrañar los buenos viejos tiempos cuando la política era incorrecta y los líderes eran consecuentes y se la jugaban. En este caso, no se puede sino darle la razón al comentarista de CNN que llamaba la atención sobre lo poco serio que fue todo, tanto el “no retorno” de Zelaya como las falsas amenazas de Micheletti. Zelaya no regresó: simuló su regreso. Actúo como debería haberlo hecho cualquiera medianamente digno en su situación: pero se trató precisamente de una actuación en el sentido pleno de la palabra, no como acto sino como interpretación. A la hora en que tenía que efectuar el verdadero pasaje al acto se comportó como el sujeto del reality: exageró su papel, histrionizó, no fue un presidente derrocado regresando sino que representó el papel de presidente derrocado regresando. Micheletti hizo lo mismo. De hecho, todo el mundo lo hizo. Todos se comportaron a sabiendas que tenían las cámaras al frente pero, como dicta la convención del género, simulando que no.
Este simular hacer las cosas que se tienen que hacer para finalmente no hacerlas pareciera un componente de “nuestro mundo de hoy”. Dicho componente se puede extrapolar a otros casos incluso mucho más triviales y cotidianos, pero no es el tema nuestro, por ahora al menos. No obstante, sobre el mismo nos gustaría concluir comentando que se relaciona estrechamente con la no menos paradójica situación de la violencia hoy día, sobre el hecho, por ejemplo, bastante singular de que los simpatizantes de Micheletti se hayan movilizado ayer con la consigna “paz y democracia” para defender un golpe de estado. Pero para no alargar más la historia, sobre eso trataremos en una segunda parte.