Israel, Irak y Estados Unidos
El 4 de junio de 1982 los aviones de combate israelíes emprendieron un pesado bombardeo contra muchas partes de Líbano. Dos días después el ejército israelí entró en el país por la frontera sur. Menahem Beguin era primer ministro, Ariel Sharon su secretario de defensa. La razón puntual de la invasión fue el intento de asesinato, en Londres, del embajador israelí, pero entonces, como ahora, Beguin y Sharon culparon a los «comandos terroristas» de la Organización de Liberación Palestina (OLP), cuyas fuerzas en el sur de Líbano habían observado, de hecho, un cese al fuego que duraba ya todo el año previo a la invasión.
El 4 de junio de 1982 los aviones de combate israelíes emprendieron un pesado bombardeo contra muchas partes de Líbano. Dos días después el ejército israelí entró en el país por la frontera sur. Menahem Beguin era primer ministro, Ariel Sharon su secretario de defensa. La razón puntual de la invasión fue el intento de asesinato, en Londres, del embajador israelí, pero entonces, como ahora, Beguin y Sharon culparon a los «comandos terroristas» de la Organización de Liberación Palestina (OLP), cuyas fuerzas en el sur de Líbano habían observado, de hecho, un cese al fuego que duraba ya todo el año previo a la invasión.
Pocos días después, el 13 de junio, Beirut fue sitiado por los militares israelíes pese a que, al momento de iniciarse la campaña, el portavoz del Gobierno israelí había identificado como su objetivo el río Awali, 35 kilómetros al norte de la frontera. Después se sabría, no hay equívoco, que Sharon intentaba matar a Yasser Arafat bombardeando todo lo que rodeaba al desafiante líder palestino. Con el acoso se instrumentó un bloqueo de la ayuda humanitaria, se practicaron cortes en el agua y la electricidad y hubo una sostenida campaña de bombardeos aéreos que destruyó cientos de edificios en Beirut. A finales de agosto el combate había cobrado la vida de 18.000 palestinos y libaneses, la mayoría civiles.
Desde la primavera de 1975, El Líbano estaba en ruinas a causa de una terrible guerra civil y, aunque Israel invadió con su ejército sólo una vez antes de 1982, las milicias cristianas de derecha buscaron su alianza desde antes. Contando con un bastión en Beirut Oriental, estas milicias cooperaron con las fuerzas de Sharon durante el estado de sitio que concluyó en el espantoso bombardeo del 12 de agosto y por supuesto en las masacres de Sabra y Chatila. El principal aliado de Sharon fue Bashir Gemayel, cabeza del Partido de Falanges, quien fue elegido presidente por el parlamento el 23 de agosto.
Gemayel odiaba a los palestinos que, insensatos, entraron a la guerra civil en apoyo del Movimiento Nacional, una coalición amplia de la izquierda y los partidos nacionalistas árabes que incluía a Amal, antecedente del actual movimiento shiíta Hizbollah que habría de jugar un importante papel en la expulsión de los israelíes en mayo de 2000.
Después de que el Ejército de Sharon produjera de facto su elección, Gemayel se vio confrontado con la perspectiva de un vasallaje directo hacia Israel y parece haber puesto reparos. Lo asesinaron el 14 de septiembre. Dos días después comenzaron las masacres en los campamentos, al interior del cinturón de seguridad que el Ejército israelí tendió para que los extremistas cristianos, colegas vengativos de Gemayel, pudieran perpetrar sin oposición ni distracción su inmoral tarea.
El 21 de agosto entraron en Beirut tropas francesas bajo la supervisión de Naciones Unidas (y por supuesto la de Estados Unidos). Poco después se les unirían tropas estadounidenses y otras fuerzas europeas, aun cuando los combatientes de la OLP iniciaron la evacuación de El Líbano ese 21 de agosto. Para el primero de septiembre la evacuación había concluido y Arafat junto con un pequeño grupo de asesores y soldados recibió alojamiento en Túnez. Pero la guerra civil en El Líbano habría de continuar hasta 1990, momento en que se instaló un concordato en Taïf para más o menos restaurar el viejo sistema confesional que perdura hasta hoy. A mediados de 1994, Arafat todavía entonces cabeza de la OLP y algunos de sus asesores y soldados pudieron entrar en Gaza como parte de los llamados Acuerdos de Oslo.
A principios de 2002 Sharon declaró que lamentaba no haber podido matar a Arafat en Beirut. No por falta de ganas, porque sus fuerzas redujeron a escombros docenas de escondites y enclaves militares con gran pérdida de vidas. 1982 endureció a los árabes, supongo que al comprender que Israel usaría tecnología avanzada (aviones, tanques, mísiles y helicópteros) para atacar civiles indiscriminadamente, y que ni Estados Unidos ni los otros árabes harían nada por impedir estas acciones aunque implicaran ir contra ciudades principales y dirigentes. (Si se quiere ahondar en este episodio hay que revisar los libros Under Siege, de Rashid Khalidi, Nueva York, 1986; Pity the Nation, de Robert Fisk, Londres, 1990. En cuanto a la guerra civil libanesa específicamente, véase Going All the Way, de Jonathan Randall, Nueva York, 1983.)
Así terminó el primer intento contemporáneo de un Estado soberano por cambiar el régimen de otro, mediante vías militares de escala total, en Medio Oriente. Lo traigo a cuento, como revuelto telón de fondo de lo que ocurre ahora. Sharon es hoy el primer ministro de Israel, sus ejércitos y su maquinaria de propaganda rodean y deshumanizan, una vez más, a Arafat y a los palestinos acusándolos de «terroristas». Es importante recordar que Tel Aviv comenzó a emplear sistemáticamente el término «terrorista» para describir cualquier acto de resistencia por parte de los palestinos desde mediados de los años 70. A partir de entonces ésa es la regla, y se utilizó en especial entre 1987-1993, durante la primera Intifada, eliminando cualquier distinción entre resistencia y mero terrorismo, lo que con eficacia despolitizó las razones de la lucha armada.
Durante los años 50 y 60, Ariel Sharon se ganó sus espuelas, es un decir, al encabezar la infame Unidad 101 que asesinaba árabes y arrasaba sus hogares con la aprobación de Ben Gurión. Estuvo a cargo de la pacificación de Gaza en 1970-1971. Nada de esto, incluida su campaña bélica de 1982, logró erradicar al pueblo palestino, o alterar el mapa o el régimen lo suficiente como para asegurar con métodos militares una victoria total israelí.
La diferencia principal entre lo ocurrido en 1982 y lo que ocurre en 2002 es que ahora los palestinos están sitiados y son victimados en sus propios territorios ocupados por los israelíes en 1967, donde han permanecido pese a los estragos de la ocupación, pese a la destrucción de la economía y de toda su infraestructura civil de vida colectiva. La semejanza central yace, por supuesto, en los desproporcionados métodos empleados para perpetrarlo: por ejemplo, los cientos de tanques y bulldozers usados para entrar a localidades palestinas como Jenin o a campos de refugiados como Deheishesh para matar y vandalizar, para evitar que las ambulancias y los equipos de primeros auxilios cumplan su tarea, para cortar el agua y la electricidad, y más. Todo lo anterior con el respaldo de Estados Unidos, cuyo presidente llegó al punto de llamar hombre de paz a Sharon, y eso durante las peores escaladas de marzo y abril de 2002.
Que los soldados de Sharon destruyeran todos los ordenadores y se llevaran todos los archivos y los discos duros de la Oficina Central de Estadística, el Ministerio de Educación, de Finanzas, de Salud, de los centros culturales, y vandalizaran las bibliotecas y oficinas, ilustra muy bien que las intenciones de Sharon rebasan «la erradicación del terrorismo» y tienen por objetivo reducir la vida colectiva palestina a un nivel pre moderno.
No quiero recomenzar mis críticas a las tácticas de Arafat ni a los fracasos de su deplorable régimen durante las negociaciones de Oslo o de ahí en adelante. Ya lo hice en extenso y en otras partes. Además, mientras escribo, este hombre se afierra a la vida literalmente con los dientes; su cuartel general en Ramallah se desmorona y está bajo sitio. Mientras, Sharon hace lo imposible por herirlo y ha estado a punto de asesinarlo. Lo que me preocupa ahora es la manera en que la idea de un cambio de régimen se torna un proyecto atractivo para individuos e instituciones (con sus ideologías) cuando son asimétricamente más poderosos que sus adversarios.
Qué clase de razonamiento vuelve fácil concebir un gran poder militar que dé licencia para emprender un cambio social y político a una escala no imaginada antes, con tan poca consideración por el daño enorme que dicho cambio, por fuerza, entraña.
¿Cómo es que la expectativa de minimizar el riesgo de bajas de la propia parte estimula más y más fantasías de que se puede crear democracia o algo así mediante ataques quirúrgicos, guerra aséptica, campos de batalla de alta tecnología o reacomodos totales del mapa? ¿Cómo es que tales fantasías incuban ideas de omnipotencia, la suposición de que se puede borrar el pizarrón y mantener un control absoluto de lo que le importa a «nuestro» bando?.
Durante la actual campaña estadounidense por lograr un cambio en el régimen de Irak, desapareció de nuestra atención el hecho de que es el pueblo iraquí, su vasta mayoría, quien paga un precio terrible en pobreza, desnutrición y enfermedades, como resultado de diez años de sanciones. Lo anterior cumple a la perfección con la política estadounidense en Medio Oriente, una construida sobre dos poderosos pilares: la seguridad de Israel y las vastas reservas de petróleo barato.
El complejo mosaico de tradiciones, religiones, culturas, etnicidades e historias que conforman el mundo árabe, especialmente en Irak, a pesar de la existencia de Naciones-estados regidos por indolentes y despóticos gobernantes, se pierde en las maniobras de quienes planifican la estrategia estadounidense e israelí. Pese a los cinco mil años de su historia, Irak es visto ahora como una «amenaza» para sus vecinos (lo que en su actual condición de debilidad y cerco es realmente una estupidez) o como una «amenaza» para la libertad y la seguridad de Estados Unidos, lo que constituye un sin sentido todavía mayor. No me voy a molestar aquí en añadir mi condena a Saddam Hussein como persona espantosa: doy por hecho que merece ser destituido y castigado, de acuerdo a casi toda consideración. Lo peor es que es una amenaza para su propio pueblo.
Sin embargo, desde el periodo anterior a la primera guerra del Golfo, la imagen de Irak como país árabe próspero y diverso ha desaparecido: la imagen que circula en los medios y en el discurso de la política es el de una tierra desértica habitada por bandas brutales encabezadas por Hussein.
Pero lo que nunca se menciona es que esta degradación de lo que es Irak tiene en la ruina, por ejemplo, a la industria editorial iraquí cuando que Irak aportaba el mayor número de lectores en el mundo árabe por ser uno de los pocos países árabes con amplia clase media profesional ilustrada y competente. Tampoco se menciona que siempre fue el centro cultural del Mundo Árabe (el imperio abásida con su gran literatura, filosofía, arquitectura, ciencia y medicina fue una contribución fundamental iraquí y es todavía la base de la cultura árabe), que tiene petróleo, agua y tierra fértil, que para los otros árabes la herida sangrante del sufrimiento iraquí (al igual que el calvario palestino) es fuente de pena continua para árabes y musulmanes por igual.
Sus vastas reservas de crudo, empero, son una realidad. El argumento recurrente es que si «nosotros» se lo quitáramos a Saddam y las controláramos, no seríamos tan dependientes del petróleo saudita. Vale la pena mencionar que después de Arabia Saudita, Irak tiene las más grandes reservas de crudo en el planeta: aproximadamente 1.1 billones de dólares en petróleo mucho del cual Saddam tiene comprometido con Rusia, Francia y otros cuantos países que son objetivo crucial para la estrategia estadounidense y la mejor carta con que cuenta el Congreso Nacional Iraquí en su trato con los consumidores de petróleo no estadounidense. (Para más detalles léase Oiling the Wheels of War, The Nation, 7 de octubre.) Buena parte de las negociaciones entre Putin y Bush tienen que ver con la tajada que las compañías petroleras estadounidenses podrían prometerle a Rusia. Esta es un truculenta reminiscencia de los 3 mil millones de dólares que Bush padre ofreciera a Rusia. Ambos Bush son comerciantes en petróleo, después de todo, y les preocupa más esta suerte de cálculo que los aspectos delicados de su política hacia Medio Oriente, como volver a desmantelar la infraestructura civil de los iraquíes.
Es así que el primer paso en la deshumanización del odiado Otro es reducir su existencia a unas cuantas frases, imágenes y conceptos simples, repetidos con insistencia. Esto facilita bombardear al enemigo sin remordimiento. Después del 11 de septiembre, es bastante fácil para Israel y para Estados Unidos hacer lo correspondiente con los pueblos palestino e iraquí. Pero el punto a destacar es la preponderancia avasalladora de la misma política y los mismos y severos plan uno, plan dos o plan tres puestos a operar por los mismos estadounidenses e israelíes.
En Estados Unidos, según lo anotó Jason Vest en The Nation (2-9 de septiembre), la gente del Instituto Judío de Seguridad Pública (JINSA) y del Centro de Políticas de Seguridad (CSP), ambos del ala derecha, es quien copa los comités del Pentágono y del Departamento de Estado, incluido el que opera Richard Perle (designado por Wolfowitz y Rumsfeld). La seguridad estadounidense y la israelí se igualan y el JINSA se gasta «el grueso de su presupuesto en enviar una parvada de generales y almirantes estadounidenses a Israel». A su regreso escriben editoriales y aparecen en la televisión remachando la línea del Partido Likud. La revista Time publicó en su número del 23 de agosto un texto acerca de la Junta de Políticas de Defensa del Pentágono, muchos de cuyos miembros provienen del JINSA o del CSP, titulado «El consejo secreto de la guerra, por dentro».
En cuanto a Sharon, sigue remachando que su campaña contra «el terrorismo palestino» es idéntica a la guerra estadounidense contra el terrorismo en general, y contra Osama Bin Laden y Al Qaeda en particular. Y éstos, alega, son a su vez parte de la misma Internacional Terrorista que agrupa a muchos musulmanes por toda Asia, Africa, Europa, Norteamérica, pese a que el eje del mal definido por Bush parezca, por el momento, concentrarse en Irak, Irán y Corea del Norte.
Hoy son 132 países los que cuentan con algún tipo de presencia militar estadounidense, toda ella vinculada a «la guerra contra el terrorismo», una que sigue sin definirse flotando así como látigo para acicatear más frenesí y temor patriotero, más apoyo a las acciones militares en el frente interno, donde las cosas van de mal en peor.
Las áreas principales de Gaza y Cisjordania están ocupadas por tropas israelíes que de rutina matan o detienen palestinos sobre la base de ser «sospechosos» de terrorismo o de militancia. Las casas o las tiendas son demolidas con el pretexto de alojar fábricas de bombas, células terroristas y lugares de reunión de militantes. No se ofrecen pruebas. Ni las exigen los reporteros que aceptan las catalogaciones israelíes sin un murmullo.
Con este esfuerzo de deshumanización sistemática se ha tendido entonces una inmensa alfombra de mistificación y abstracción sobre el Mundo Árabe. Lo que el ojo y el oído perciben es terror, fanatismo, violencia, odio a la libertad, inseguridad, y las más avanzadas armas de destrucción masiva que se descubrirían en donde todos sabemos pero nunca se buscan (en Israel, Pakistán, India y obviamente en Estados Unidos entre otros países), y no en los hipotéticos enclaves terroristas, en manos de Saddam o de una banda fanática, etcétera. Una figura constante en esta alfombra es que los árabes odian a Israel y a los judíos sin más razón que por odiar también a Estados Unidos.
Potencialmente, el enemigo más temible de Israel es Irak por los recursos económicos y humanos con que cuenta. Los palestinos son formidables porque se atraviesan en el camino de la hegemonía y la ocupación de tierras israelí. Los israelíes de derecha, como Sharon, que representan la ideología del Gran Israel y que reclaman toda la Palestina histórica como patria judía, han sido especialmente eficaces en hacer de su visión regional algo dominante entre sus simpatizantes en Estados Unidos.
Según Uzi Landau, ministro de Seguridad Interna israelí (y miembro del Partido Likud), quien apareció en la televisión estadounidense el verano pasado, hablar de «ocupación» no tiene sentido. «Somos un pueblo que regresa a casa». El conductor del programa, Mort Zuckerman (dueño de US News and World Report y cabeza del Consejo de Presidentes de las Principales Organizaciones Judías), no hurgó siquiera en este extraordinario concepto. Pero el 6 de septiembre, en Yediot Aharanot, el periodista israelí Alex Fishman describió a Condoleezza Rice, Rumsfeld (ahora él también se refiere a los «supuestos territorios ocupados»), Cheney, Paul Wolfowitz, Douglas Feith y Richard Perle (que encargara el famoso Informe Rand que señala a Arabia Saudita como enemigo y a Egipto como el premio que obtendrá Estados Unidos en el Mundo Árabe) y sus «revolucionarias ideas» como aterradoramente guerreristas porque buscan alterar los regímenes de todos los países árabes. Fishman afirmó que Sharon ha dicho que este grupo y muchos de los miembros de JINSA y CSP, y conectados con AIPAC, filial del Washington Institute of Near East Affairs domina el pensamiento de Bush (si es que puede llamársele pensamiento). Y dice: «en comparación con nuestros amigos estadounidenses, Effi Eitam (uno de los más recalcitrantes duros en el gabinete israelí) es una blanca paloma».
La otra cara, más aterradora, es la proposición no rebatible de que si «nosotros» no nos apropiamos en exclusiva del terror (o de cualquier otro enemigo potencial) seremos destruidos. Es esta proposición el corazón de la estrategia de seguridad estadounidense y la anuncian a tambor batiente (en entrevistas y en programas de debate) Rice, Rumsfeld y Bush mismo. La declaración formal de este punto de vista se presentó hace poco en La estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, un documento oficial preparado como manifiesto global de la nueva política exterior del gobierno, posterior a la guerra fría. El supuesto de trabajo es que vivimos en un mundo excepcionalmente peligroso donde existe realmente una red de enemigos que cuentan con fábricas, oficinas e incontables miembros, cuyo único propósito de vida es destruir «nos», a menos que los destruyamos primero. Esto enmarca y confiere legitimidad a la «guerra contra el terrorismo» y contra Irak, para la cual se ha pedido al Congreso y a Naciones Unidas su respaldo.
Existen individuos y grupos fanáticos, por supuesto, y muchos de ellos están en favor de infligir daños a Israel o a Estados Unidos. Por otro lado, en los mundos árabe e islámico se percibe a Estados Unidos e Israel como los creadores de los extremistas jihadis, de los cuales Bin Laden es el más famoso, y como quienes (con tal del proseguir con sus políticas hostiles y destructivas en esos ámbitos) transgreden impunemente las leyes internacionales y las resoluciones de Naciones Unidas.
David Hirst, en su columna del Guardian fechada el 6 de septiembre en El Cairo, escribe que aun aquellos árabes que se oponen a sus despóticos regímenes «considerarán el ataque estadounidense como un acto de agresión dirigido no sólo contra Irak sino contra la totalidad del Mundo Árabe, algo que se tornará supremamente intolerable, pues se emprenderá en beneficio de Israel, que cuenta con un enorme arsenal de armas de destrucción masiva que a ellos no les permiten tener. Esto les parece abominable».
Digo también que existe un relato específico de la experiencia palestina y, al menos desde mediados de los 80, una voluntad formal por hacer la paz con Israel que contradice la más reciente amenaza terrorista representada por Al Qaeda o la supuesta amenaza espuria encarnada en Saddam Hussein, quien por supuesto es un hombre terrible pero no podría lanzar una guerra intercontinental. Sólo en ocasiones el Gobierno estadounidense se atreve a decir que Hussein podría ser una amenaza para Israel, pero ése parece ser uno de sus pecados más graves. Ninguno de sus vecinos lo percibe como amenaza. Los palestinos e Irak se involucran tan poco, que su relación no constituye la amenaza que los medios refuerzan como percepción vez tras vez. Las historias sobre los palestinos que aparecen en publicaciones pulimentadas e influyentes de gran circulación como The New Yorker y The New York Times Magazine los muestran como fabricantes de bombas, colaboracionistas, asesinos suicidas y todo aquello. Ninguna de estas revistas ha publicado nada desde el punto de vista árabe desde el 11 de septiembre. Nada en lo absoluto.
Así que cuando el Gobierno estadounidense cañonea como Dennis Ross (negociador en jefe de Clinton en las pláticas de Oslo y miembro de una filial del cabildeo israelí, antes y después), insistiendo en que los palestinos rechazaron una generosa oferta en Campo David, distorsiona flagrantemente los hechos, como muestran muchas fuentes con autoridad moral. Lo que Israel concedía eran áreas palestinas no contiguas rodeadas de asentamientos y puestos de seguridad israelíes, sin frontera común entre Palestina y algún otro Estado árabe (Egipto al sur o Jordania al este, por ejemplo).
Nadie se ha tomado la molestia de preguntar por qué se aplican términos como «oferta» y «generosa» cuando el territorio lo mantiene ilegalmente una fuerza de ocupación que contraviene las leyes internacionales y varias resoluciones de Naciones Unidas. Pero dado el poder de los medios para repetir, repetir y subrayar frases simples, más los esfuerzos incansables de la plataforma de cabildeo israelí por remachar la misma idea Dennis Ross es particularmente necio en proferir esta falsedad la idea ya quedó fijada: los palestinos escogieron «el terrorismo y no la paz». Hamas y la Jihad Islámica no son vistas como parte (tal vez una confundida) de la lucha palestina por librarse de la ocupación militar israelí, sino como elemento de una ambición general palestina por aterrorizar, amenazar y ser un peligro. Como Irak.
De cualquier modo, con el nuevo y bastante improbable alegato del gobierno estadounidense de que el Irak secular ha dado refugio y entrenamiento a la enloquecida y teocrática Al Qaeda, el caso contra Saddam Hussein parece cerrado. El consenso gubernamental que prevalece (aunque sigue debatiéndose) es que como los inspectores de Naciones Unidas no pueden asegurar qué tanto tiene de armas de destrucción masiva, qué tanto esconde y qué trama, hay que atacarlo y destituirlo.
Desde el punto de vista estadounidense, dirigirse a Naciones Unidas para pedir su autorización tiene por objeto lograr una resolución tan tiesa y punitiva que ya no importe si Saddam accede o no: será incriminado por haber violado «las leyes internacionales» a tal grado, que su mera existencia justificará un cambio militar de régimen.
A fines de septiembre, por otra parte, en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU aprobada por unanimidad (con abstención de Estados Unidos) se emplazó a Israel a poner fin al estado de sitio del cuartel de Arafat en Ramala y a retirarse del territorio palestino ocupado ilegalmente desde marzo (el pretexto de Israel ha sido la «autodefensa»). Israel se niega a cumplir y la razón subyacente para que Estados Unidos no haga nada por impulsar su propia postura expresada antes es que «nosotros» entendemos que Israel debe defender a sus ciudadanos. El porqué se busca a Naciones Unidas en un caso y se le ignora en otro es una de esas inconsistencias en las que Estados Unidos simplemente recae.
Donald Rumsfeld y sus colegas profieren una limitada serie de frases inventadas como «erradicación anticipatoria», «autodefensa preventiva» (o el otro eufemismo, más extraño, de «destrucción constructiva») para persuadir al público de que los preparativos para la guerra contra Irak o cualquier otro Estado necesitado de un «cambio de régimen» están apuntalados en la noción de la autodefensa. Al público se le mantiene en ascuas mediante repetidas alertas rojas o naranjas, se alienta a las personas a informar a las autoridades encargadas de mantener el orden sobre cualquier conducta «sospechosa», y miles de musulmanes, árabes o sudasiáticos son detenidos y en algunos casos arrestados bajo sospecha. Todo esto se emprende a instancias del presidente como una faceta del patriotismo y el amor por America.
Aún no soy capaz de entender qué significa amar a un país (en el discurso político estadounidense el amor por Israel es también frase corriente), pero parece significar una lealtad ciega e incuestionable a los poderes en turno que, con su secrecía, evasividad y renuencia activa a comprometerse con un público alerta pero sin respuestas sistemáticas o coherentes, hasta el momento ocultan lo feo y destructivo de toda la política del Gobierno de Bush en torno a Irak y Oriente Medio.
Es tan poderoso Estados Unidos en comparación con la mayoría de los otros países importantes combinados, que en realidad no se le puede constreñir ni obligar a cumplir con ningún sistema internacional de conducta, ni siquiera con alguno que su propio Secretario de Estado pudiera anhelar. La abstracción de si «debemos» o no ir a la guerra contra un Irak situado a más de 11 mil kilómetros de distancia, pesa al discutir una política exterior que despoja a otro pueblo de cualquier identidad humana densa o real. Vistos desde los sensores de los mísiles inteligentes o por la televisión, Irak y Afganistán son cuando mucho un tablero de ajedrez donde «nosotros» tomamos la decisión de entrar, destruir, reconstruir o no, a voluntad. El término «terrorismo», como la guerra contra éste, sirve muy bien para alimentar este sentimiento pues, comparada con muchos europeos, la gran mayoría de estadounidenses no ha tenido contacto con los pueblos musulmanes ni ha vivido la experiencia de sus tierras. No ha podido sentir la trama de la vida que una campaña sostenida de bombardeos haría jirones (como en Afganistán) .
El terrorismo, percibido como una emanación surgida de esos tejidos bien financiados por «decisión» de gente que odia nuestras libertades y que está celosa de nuestra democracia, tiene a los polemistas debatiendo en formas de lo más extravagantes, desubicadas y despolitizadas.
La historia y la política desaparecen, todo porque la memoria, la verdad y la existencia humana real se han degradado con mucha eficacia. Uno ya no puede hablar del sufrimiento palestino o de la frustración árabe porque la presencia de Israel en Estados Unidos lo hace imposible. En una manifestación fervientemente pro israelí ocurrida en mayo, Paul Wolfowitz mencionó de pasada el sufrimiento palestino, y fue abucheado sonoramente: nunca volvió a referirse a éste.
Es más, una política de libre comercio o de derechos humanos coherente, que se apegara fielmente a las virtudes subyacentes de los derechos humanos, la democracia y las economías libres que se supone profesamos, resulta minada al interior de Estados Unidos por ciertos grupos de interés (como lo prueba la influencia de algunas plataformas étnicas de cabildeo, de las industrias de defensa y acero, el cártel petrolero, la agroindustria, los retirados, la camarilla pro armas, por mencionar sólo algunos). Cada uno de los 500 distritos electorales representados en Washington, por ejemplo, cuenta con una industria de defensa o relacionada con ella. Como dijera el secretario de Estado, James Baker, justo antes de la primera guerra del Golfo, la causa real de la guerra contra Irak son los «empleos».
Si se trata de relaciones exteriores, vale recordar que sólo 25-30 por ciento de los miembros del Congreso tiene pasaporte (contra 15 por ciento de estadounidenses que viaja al exterior) y que lo que dicen o piensan tiene menos que ver con historia, filosofía o ideales que con quién influye en las campañas de sus miembros y envía dinero, etcétera. Dos importantes miembros camarales, Earl Hilliard, de Alabama, y Cynthia McKinney, de Georgia personas que apoyan el derecho de los palestinos a la autodeterminación y mantienen críticas hacia Israel, fueron derrotados recientemente por candidatos relativamente oscuros, bien financiados con dinero de Nueva York (es decir judío) de fuera de sus estados, como ahora se sabe abiertamente. A ambos derrotados la prensa los vapuleó acusándolos de extremistas y antipatriotas.
En lo referente a la política estadounidense en Medio Oriente, el grupo de consulta Israelí no tiene parangón y ha convertido la rama legislativa del gobierno en lo que el ex senador Jim Abourezk llamó alguna vez territorio ocupado por israelíes. No existe siquiera un grupo árabe comparable, o que funcione con eficacia. Un caso que ilustra lo anterior son las periódicas resoluciones, no solicitadas, que el Senado envía al presidente con el objeto de enfatizar, subrayar, reiterar el respaldo estadounidense a Israel. Hubo una de estas resoluciones en mayo, justo cuando las fuerzas israelíes ocupaban, de hecho destruían, todos los poblados principales de Cisjordania.
Una de las desventajas de este respaldo de pared a pared que se brinda a Israel en sus políticas extremas es que, en el largo plazo, resultará negativo para Israel como país de Medio Oriente. Tony Judt argumenta el caso muy bien, sugiriendo que la insistencia israelí de permanecer en tierra palestina no conduce a nada y únicamente difiere la retirada inevitable.
Todo el revuelo de guerra contra «el terrorismo» permite a Israel y a sus simpatizantes cometer crímenes de guerra contra la población palestina de Cisjordania y Gaza, 3.4 millones que se han convertido (según la frase de moda) en «daños colaterales no combatientes». Terje- Roed Larsen, encargado especial de Naciones Unidas para los Territorios Ocupados, acaba de publicar un reporte en el que acusa a Israel de inducir una catástrofe humana: el desempleo alcanza 65 por ciento, 50 por ciento de la población vive con menos de dos dólares al día, y la economía está desbaratada, por no hablar de la vida de la gente.
Puestos a comparar, el sufrimiento y la inseguridad de Israel son mucho menores: no hay tanques palestinos que ocupen parte alguna o que amenacen algún asentamiento israelí. Hace dos o tres semanas Israel mató a 75 palestinos, muchos de ellos niños, demolió casas, deportó gente, arrasó tierras valiosas arrancando sus árboles, mantuvo a todo el mundo en sus casas mediante toques de queda de 80 horas seguidas, impidió con bloqueos carreteros el paso de civiles, ambulancias y asistencia médica; practicó más cortes de agua y electricidad. Las escuelas y las universidades no pueden funcionar.
Aunque lo anterior ocurre a diario, y la ocupación y las docenas de resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tienen ya una vigencia de 35 años, sólo en ocasiones se mencionan en los medios estadounidenses, a manera de colofones en largos artículos tocantes a los debates del gobierno de Israel o cuando ocurre algún desastroso bombazo suicida. La frasecita «sospechosos de terrorismo» es justificación y epitafio para cualquiera a quien Sharon decida eliminar. Estados Unidos no objeta sino los casos más leves diciendo, por ejemplo, que hacer tan poco no sirve para disuadir la siguiente andanada de asesinatos.
Nos acercamos al corazón del asunto. Debido a los intereses israelíes en Estados Unidos, la política de este país en torno a Medio Oriente es, por tanto, israelocéntrica. Como escalofriante conjetura posterior al 11 de septiembre, los halcones neoconservadores, cuya visión de Medio Oriente tiene por compromiso la destrucción de los enemigos de Israel, racionalizan en lo teórico a la Derecha Cristiana, el Grupo Israelí y la beligerancia semirreligiosa del Gobierno de Bush, para con eufemismo etiquetar esta destrucción como el nuevo trazo de un mapa que traerá un cambio de régimen y «democracia» en los países árabes que más amenazan a Israel. (Ver La Alianza entre la derecha cristiana de EE.UU. y la derecha judía , de Ibrahim Warde, Le Monde Diplomatique, septiembre de 2002, y «Born-Again Zionists», de Ken Silverstein y Michael Scherer, Mother Jones, octubre de 2002.)
La campaña de Sharon por reformar Palestina no es sino la otra cara de su esfuerzo por destruir a los palestinos en lo político, ambición de toda su vida. Egipto, Arabia Saudita, Siria, incluso Jordania, han recibido varias amenazas pese a que, aun siendo regímenes desastrosos, recibían apoyo de Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, como el mismo Irak.
A todo aquel que sepa algo del Mundo Árabe le resulta obvio que este frágil estado de cosas se recrudecerá una vez que Estados Unidos ataque Irak. Los simpatizantes de la política del Gobierno estadounidense sueltan de cuando en cuando frases vagas que hablan de lo emocionante que será instalar una democracia en Irak y en otros estados árabes, sin mucha consideración por lo que significará ésta para la gente que vive la experiencia real ahí, especialmente cuando los B-52 desgarran su tierra y sus hogares, inexorablemente. No me imagino a ningún árabe o iraquí que no quiera ver destituido a Saddam Hussein. Todo indica que las acciones militares israelo-estadounidenses han empeorado las condiciones cotidianas de la gente común, pero ni de lejos se comparan con la terrible ansiedad, las distorsiones psicológicas y las deformaciones políticas impuestas a estas sociedades.
Hoy, ni siquiera una parte de la oposición iraquí expatriada que han cortejado por lo menos dos gobiernos estadounidenses, ni algunos generales estadounidenses al estilo Tommy Franks, cuentan con mucha credibilidad como posibles gobernantes de Irak después de una guerra. Tampoco parece haber mucha reflexión en torno a lo que Irak requiere una vez derrocado el régimen, cuando los actores internos se muevan de nuevo, cuando incluso el partido Baaz esté desintoxicado. Puede ocurrir que ni siquiera el Ejército iraquí levante un dedo para combatir al lado de Saddam.
Es interesante que en una audiencia reciente del Congreso, tres ex generales del Comando Central estadounidense expresaran serias reservas, y yo diría devastadoras, por los azares en la planeación militar de toda esta aventura. Pero aun esas dudas se quedan cortas ante el problema del faccionalismo interno de Irak o de su dinámica etno-religiosa, sobre todo después de 30 años bajo el poder debilitador del partido Baaz, de las sanciones de Naciones Unidas y dos grandes guerras (tres si Estados Unidos ataca). Es suficiente saber, para luego estremecerse, que Fouad Ajami y Bernard Lewis son los dos principales expertos asesores del gobierno. Ambos son ideológica y virulentamente antiárabes y están desacreditados ante la mayoría de sus colegas. Lewis nunca ha vivido en el Mundo Árabe y lo que tenga que decir es basura reaccionaria; Ajami es del sur de Líbano, un hombre alguna vez progresista y simpatizante de la lucha palestina, que se convirtió a la extrema derecha abrazando sin reservas el sionismo y el imperialismo estadounidense.
El 11 de septiembre pudo haber iniciado un periodo de reflexión y ponderación de la política exterior estadounidense después del impacto de una atrocidad tan descomunal. Es muy cierto que tal terrorismo debe confrontarse y combatirse, pero en mi opinión lo primero a considerar es la resaca de una respuesta de fuerza y no sólo la inmediata e irreflexiva respuesta violenta.
Hoy nadie argumentaría, ni siquiera después de la debacle de los talibanes, que Afganistán es un lugar más seguro y mucho mejor, si asumimos el punto de vista de tantos ciudadanos que aún padecen.
Queda claro que reconstruir dicha nación no es la prioridad de Estados Unidos, ya que otras guerras y otros escenarios atraen su atención y lo apartan de su último campo de batalla. Además, qué significa que los estadounidenses emprendan la reconstrucción de una nación con cultura e historia tan diferentes de la de ellos como Irak. Tanto el Mundo Árabe como Estados Unidos son mucho más complejos y dinámicos que lo expresado en frases resonantes plenas de lugares comunes en torno a la guerra. Esto es obvio después de los ataques estadounidenses a Afganistán.
Para complicar las cosas, hay voces de considerable peso en la cultura árabe de hoy que disienten, y hay movimientos reformadores de amplio espectro. Lo mismo ocurre en Estados Unidos, donde, a juzgar por mis recientes experiencias en varias sedes universitarias, la mayoría de los ciudadanos está angustiada por la guerra, ansiosa por saber más. Deseosa sobre todo de no ir a una guerra de tal belicosidad mesiánica y tan vagos objetivos. Entre tanto, como lo puso The Nation en su último editorial, el país marcha hacia la guerra como en trance, mientras el Congreso (con excepciones que aumentan) simplemente abdicó de su papel de representar los intereses del pueblo.
Habiendo vivido al interior de dos culturas toda mi vida, me apabulla que el llamado choque de civilizaciones, esa noción reduccionista y vulgar tan de moda, se haya apoderado de la razón y la acción.
Lo que necesitamos es tejer un tramado universalista de ideas que nos permita comprender y pelear contra gente como Saddam Hussein y con Sharon, con gobernantes como los de Myanmar, Siria, Turquía y el resto de otros países donde las depredaciones han pervivido sin la suficiente resistencia.
Debemos oponernos a la demolición de casas, a la tortura, a la negación del derecho a la educación donde quiera que ocurran. No conozco otra manera de recrear o restaurar este tramado de ideas sino la educación, propiciando la discusión abierta, el intercambio y la honestidad intelectual que no transijan con los alegatos engañosos ni con la jerigonza de la guerra, con el extremismo religioso o la «defensa» destructiva. Pero eso, caray, toma tiempo, y a juzgar por los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido, su pequeño socio, eso no reditúa en votos.
Debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para provocar la discusión y las preguntas comprometedoras, y así frenar y finalmente impedir el recurso de la guerra que hoy se volvió teoría y no sólo práctica.
* Traducción: Ramón Vera Herrera