La nueva composición de la política en Estados Unidos*

Con un afro americano listo para asumir el más alto cargo en un país construido sobre la esclavitud, la arrolladora victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales es un evento que transform

Con un afro americano listo para asumir el más alto cargo en un país construido sobre la esclavitud, la arrolladora victoria de Barack Obama en las elecciones presidenciales es un evento que transformará la política estadounidense.

Ahora vienen los asuntos difíciles—retos mayores a los que cualquier otro presidente se haya enfrentado desde la Segunda Guerra Mundial.

¿Qué políticas económicas impulsará Obama para enfrentar la peor crisis financiera desde la década de 1930 y que arrastra al mundo hacia una profunda recesión? ¿Cumplirá el hombre que se distinguió como un oponente a la guerra de Irak su promesa de retirar las tropas estadounidenses? ¿Ocurrirá el tipo de cambio fundamental que sus seguidores tan claramente quieren?

Por ahora, los seguidores de Obama justamente están celebrando. Nacido en 1961—cuando la segregación racial era la ley en el sur de Estados Unidos, los activistas por los derechos civiles eran linchados, y la policía usaba perros y mangueras a presión contra los jóvenes negros—el ascenso de Obama es emblemático de lo mucho que EE.UU. ha cambiado, aun cuando el país todavía se haya desfigurado por un vicioso racismo que pone más afro americanos en la cárcel que en la universidad.

Cualquier que se oponga al racismo no pudo evitar ser movido por la vista en el Grant Park de Chicago la noche de las elecciones, donde una alegre multitud multirracial de 250,000 personas celebró la nueva perspectiva de cambio. Familias enteras acudieron a escuchar el discurso de victoria de Obama; trabajadores sindicalizados llevaron pancartas pro-Obama; un gran número de inmigrantes sin derecho a voto también llegaron a la manifestación.

El espíritu de la noche fue capturado por grupos de jóvenes negros y blancos—muchos todavía sin edad para votar—que intercambiaban cánticos de “O-ba-ma! O-ba-ma!” a través de la avenida Michigan, la calle principal de una de las ciudades más segregadas de EE.UU.

«¿Qué significa para mí tener a un afro-americano electo presidente? No puedo siquiera ponerlo en palabras», dijo Darrel Washington, un maestro negro en las escuelas primarias de Chicago.

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LA VICTORIA DE OBAMA no sólo se basó en el rechazo popular a George W. Bush, sino también en la sensación entre la base demócrata de que las viejas formas de la política deben desaparecer.

Durante las primarias, Obama inspiró a jóvenes activistas con sus alusiones a los movimientos sociales del pasado—desde los huelguistas de las sentadas de la década de 1930, a los activistas de los derechos civiles de la década de 1960—y declaró a su propia campaña como un movimiento similar.

Los organizadores de base de la campaña de Obama crearon las condiciones para su victoria en la primaria en Iowa, eventualmente abrumando al bien financiado equipo de Hillary Clinton, quiénes habían visto las primarias como una simple formalidad. Obama prevaleció aun después de que una desesperada Hillary Clinton recurriera al proselitismo racista, declarándose a sí misma como la candidata de los «esforzados americanos, blancos americanos».

Incluso después de que Obama lograra la nominación, los principales medios de comunicación impulsaron esta idea: que los trabajadores blancos—Joe Sixpack, Joe el plomero, o como quieran llamarlo—eran demasiado racistas para apoyar a un afro-americano.

Acto seguido, John McCain cosechó el terreno arado por Clinton. Agitando los supuestos antecedentes musulmanes de Obama, su «elitismo» y sus vínculos con ex-radicales, los republicanos repitieron la táctica que utilizaron por primera vez en 1968—la creación de una reacción de la extrema derecha blanca que les ha permitido dominar Washington la mayor parte de los últimos cuarenta años.

Pero el día de la elección mostró algo muy diferente. Las encuestas a la salida de los centros de votación mostraron que una mayoría—de negros y blancos—sostuvo la campaña de difamación de McCain en contra los republicanos.

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Ahora la pregunta es cómo Obama y el Partido Demócrata utilizarán su poder en Washington, sobre todo en los asuntos más importantes para los votantes—la economía y las ocupaciones estadounidenses de Irak y Afganistán.

Una mirada más cercana a las posiciones políticas de Obama—a diferencia de su retórica del momento—apunta hacia una gran brecha entre las esperanzas y las expectativas de sus simpatizantes y el timorato y moderado programa que ha presentado.

Después de todo, Obama no es un político fuera del establecimiento. A pesar de su habilidad para impulsar a trabajadores y jóvenes a salir a votar, su campaña contó con grandes cantidades de dinero provenientes de donantes corporativos, permitiéndole gastar un estimado de $650 millones, lejos la mayor cantidad en la historia de EE.UU. Para sacar provecho de esos fondos, Obama, el ex organizador comunitario, rechazó el sistema de financiamiento público creado para contrarrestar el papel del gran capital en la política.

Con el apoyo de la comunidad empresarial vino la constante moderación en las posiciones de Obama, especialmente después de que le tomó la delantera a Hillary Clinton en las primarias. Aunque Obama tomó de vez en cuando posiciones progresistas— como llamar a que el salario mínimo estuviese automáticamente ligado al aumento de la inflación—él en ningún caso es el «socialista» descrito por la campaña de McCain.

En lugar de aplicar una redistribución substancial de la riqueza, Obama simplemente quiere esperar a que la rebaja de impuestos de Bush expire y aumentar los impuestos a los que más ganan de un 35 al 39.6 por ciento. Sin embargo, como Chuck Collins, del Institute for Policy Studies señala, la propuesta de Obama es mucho más amigable con los ricos que la del presidente republicano Dwight Eisenhower en la década de 1950:

En 1955, por ejemplo, los 400 contribuyentes de mayores ingresos en Estados Unidos promediaban unos $12 millones en ingresos, en dólares actuales. Ellos pagaban, luego de lagunas jurídicas, el 51.2 por ciento de ese dinero en impuestos.

Pongamos esas cifras en una perspectiva contemporánea. En 2005, nuestros 400 contribuyentes más ricos promediaban $214 millones y pagaban impuestos federales sobre esa esplendida suma, después de explotar ciertas lagunas legales, a una mera tasa de 18.5 por ciento… Estuviera [el presidente] Ike [Eisenhower] alrededor reprendería… al senador Barack Obama, por haber asumido una postura demasiado tímida en relación a los impuesto de los ricos.

Una cuestión aun más urgente que los impuestos es el rescate del sistema financiero, así como el Secretario del Tesoro de Bush, Henry Paulson, empieza a apresurarse a distribuir los $700 millones entre los bancos e instituciones financieras antes de que Obama asuma el cargo el 20 de enero. Este «rescate» es, en efecto, la mayor transferencia de riqueza de los trabajadores a los ricos en la historia de EE.UU.

¿Pondrá Obama un fin a esta colosal estafa, diseñando un programa económico que ponga en su centro los intereses de los trabajadores? ¿Usará la administración Obama la propiedad gubernamental de Fannie Mae, Freddie Mac y parte de los grandes bancos, para poner fin a los remates de casas? ¿Habrá un programa de estímulo económico que cree puestos de trabajo seguros y duraderos?

El equipo económico de Obama no muestra inclinación alguna hacia tales cambios. Mientras algunos economistas liberales y pro-sindicatos como Jared Bernstein, es contado entre sus asesores económicos, Obama cuenta mucho más con figuras del establecimiento, como el ex Secretario del Tesoro Robert Rubin y el ex Presidente de la Reserva Federal Paul Volcker—ambos con una larga trayectoria favoreciendo las grandes empresas a expensas de los trabajadores.

El mismo «realismo» domina la política exterior del equipo de Obama. Atacado tanto por Hillary Clinton como por John McCain debido a su inexperiencia en materia de política exterior, Obama se rodeó de ex secretarios de Estado, ex funcionarios de la CIA, generales y académicos comprometidos con una política exterior imperialista. El estilo puede cambiar—cultivará más aliados, más acuerdos internacionales— pero la sustancia será la misma.

Obama planea dejar a decenas de miles de tropas estadounidenses en Irak para asegurarse que un gobierno pro-Estado Unidos sobreviva. Y como subrayó en repetidas ocasiones durante la campaña, Obama quiere escalar la salvaje guerra en Afganistán, donde la búsqueda de Osama bin Laden enmascara lo que realmente es la determinación de EE.UU. de ocupar un lugar estratégico en Asia. Además, Obama ha asumido agresivas posiciones con respecto a Venezuela y se ha puesto a la derecha de la administración Bush en relación a Israel.

Esto no quiere decir que ningún cambio sea posible. Decenas de millones de personas quieren una nueva dirección. La pregunta es si éstas pueden organizarse para luchar por esa dirección.

Tomemos, por ejemplo, la propuesta Ley de Libre Elección de los Empleados (EFCA, por sus siglas en inglés), que haría desaparecer gran parte de la legislación laboral pro-empresarial y haría más fácil para los trabajadores afiliarse a un sindicato. Obama se ha comprometido a firmar la legislación si ésta llega a su escritorio, pero los republicanos y los demócratas conservadores en el Congreso ya están recibiendo una lluvia de dinero de parte de los cabilderos de las empresas decididas a matar el proyecto de ley—lo mismo que hicieron en 1994, cuando una legislación que prohibía la sustitución permanente de huelguistas murió en un Congreso demócrata.

Hoy, sin embargo, la posibilidad de pasar la EFCA es mucho mayor, dado el sentimiento de cambio, la magnitud de la crisis económica y la pérdida de credibilidad de las grandes empresas.

La misma dinámica existe en relación con las guerras de Irak y Afganistán. Aquellos que le tomaron la palabra a Obama acerca de una retirada de las tropas estarán decepcionados si dicha acción no sucede—y muchos de los que vieron la guerra de Afganistán como un mal necesario comenzarán a cuestionarse lo que irá mostrándose cada vez más como una guerra de conquista imperial. En este contexto, es posible reconstruir el movimiento anti-guerra sobre una base más sólida.

Dado la multiplicidad de las crisis que asecha a Estados Unidos, el cambio está llegando—pero qué tipo de cambio y en interés de quién depende de que si los trabajadores se organizan para luchar, y de cómo se organicen.

*Traducido por Giovanni Roberto

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