La política en la era del reality show (Parte II)
Al momento de escribir esta segunda parte, Zelaya se encuentra nuevamente en la población de “Las Manos”. En cierto modo, para decirlo en términos de jugadores de dominó, pareciera que el juego se encuentra trancado. Sin embargo, dada la pasividad del gobierno golpista en contraste con sus declaraciones previas y en realidad todo el conjunto de actuaciones para nada vacilantes, a estas horas debe estar funcionando toda la maquinaria negociadora subterránea.
Al momento de escribir esta segunda parte, Zelaya se encuentra nuevamente en la población de “Las Manos”. En cierto modo, para decirlo en términos de jugadores de dominó, pareciera que el juego se encuentra trancado. Sin embargo, dada la pasividad del gobierno golpista en contraste con sus declaraciones previas y en realidad todo el conjunto de actuaciones para nada vacilantes, a estas horas debe estar funcionando toda la maquinaria negociadora subterránea.
De momento, tal y como están planteadas las cosas, no pareciera que el gobierno de Micheletti puede sostenerse por mucho rato más. Sin embargo, tal y como están planteadas esas mismas cosas, hasta los momentos los golpistas lucen como los grandes ganadores de la contienda, así tengan que entregar el gobierno. En este caso, me parece que lo que la situación general deja ver de muy claro es la asimétrica relación existente entre los poderes de facto y los emergentes en nuestro continente, de la que Honduras es la versión extrema pero de ningún modo la única, como ya más de uno se ha dado cuenta.
Sobre esto último, quería comentar algo que llamó mucho mi atención el día del primer “retorno” terrestre de Zelaya. Como se recordará, una vez siendo evidente que la movilización popular de los partidarios de Zelaya no era poca cosa y parecían dispuestos a jugarse el todo por el todo, CNN nos sorprendió con una “multitudinaria ” concentración de partidarios del gobierno “interino”, como ellos le llaman. De más está decir, que tanto la tarima dispuesta como la uniformidad de diseño de los carteles y las franelas deja mucho que pensar en cuanto a la espontaneidad de la concentración. Pero incluso suponiendo que fue espontánea, que seguramente muchos de los asistentes fueron por que quisieron y nos por obligación, es interesante resaltar la presencia de características que vienen siendo constantes en este tipo de situaciones de un extremo a otro del continente: estamos hablando de gente por lo general blanca y prototípicamente clase media, que calza de manera perfecta en el molde de eso que se suele llamar “la sociedad civil”, para la cual lo único que uno podría decir es que el sustantivo “conservadora”, más allá de lo que afirmen mis amigos gramscianos, es una absoluta redundancia. La idea en este caso, como pasa en Venezuela, como pasa en Argentina o en Bolivia, no es sólo mostrarnos que existiría una “división” en el seno de la sociedad hondureña, (por lo cual se debilitaría la hipótesis de la rebelión popular), sino que esa división opera entre un sector de gente honesta, trabajadora, que representaría algo así como “lo mejor” de nuestras sociedades y un resto de gente que basta verlos para saber que son la encarnación misma de todo lo que en Latinoamérica no nos permite dar el salto cualitativo civilizatorio. Por esta razón, pese al cinismo implicado, no es del todo extraño en que en el seno de la concentración la consigna “paz y democracia” haya sido la principal. La operación ideológica es clara, funciona como un silogismo: por un lado, paz y democracia son valores asociados al mantenimiento de un estado de cosas, en consecuencia, cualquier intento de alterar dicho estado de cosas debe ser visto como un atentado a la paz y la democracia, ergo, los mismos deben ser reprimidos a través del uso de la fuerza, que en este caso implica legitimar el golpe de Estado, ya que lo que está en juego no es la permanencia o no de un gobierno sino el futuro mismo de la continuidad de la buena sociedad, de la sociedad civil democrática.
En un artículo de Jeudiel Martínez publicado acá, hablando sobre el papel de la sociedad civil hondureña en el golpe de Estado, se reseñaban los comentarios que en una página web hacían quienes se cuentan en este sector. Hoy día, revisando en noticias24 una nota sobre el bombardeo a un campamento de las FARC me encontré también, como en otras ocasiones, comentarios bastante representativos de lo que uno sabe que el fondo piensa la sociedad civil del otro sector social que engloban en el saco de la subversión al que antes llamaban comunismo y ahora chavismo. Contando con las ventajas del anonimato que implican estos espacios, las llamadas al exterminio del otro como “solución final” son abiertamente claras. Sin embargo, lo que también es claro es que se llama a ejercer un tipo de violencia que estaría plenamente justificada y legitimada, que es una violencia válida, que busca tanto reprimir como castigar, que busca aleccionar. En este caso, es sobre todo una especie de violencia que podríamos llamar objetiva: que pese a que claramente pasa por un sector de la sociedad no debería, según ellos, identificarse con éste ni con sus intereses, sino que es como del sistema, del orden mismo de las cosas, que emerge como un imperativo categórico originario que trasciende las diferencias de clase y también, desde luego, las raciales.
Cuando Chávez dice que se pretende hacer de Colombia el Israel de Suramérica tiene mucha razón fundamentalmente por dos cosas: la primera de ellas, la más obvia de las dos, porque la virtual ocupación militar del territorio colombiano por parte del ejército gringo y el crecimiento exponencial de las propias fuerzas armadas colombianas con todo lo del Plan Patriota, tiene desde luego como propósito hacer de Colombia eso que Freud decía del superyó: una guarnición dentro de un territorio conquistado o que se quiere conquistar. Pero además de eso, porque la lógica discursiva en este caso hace ver que la sociedad colombiana es una sociedad de víctimas: de gente perseguida y acosada por grupos subversivos, de la misma manera que Israel es un país acusado y perseguido por todas las formas del antisionismo internacional de la que el fundamentalismo islámico sería tan sólo la más reciente.
Ser víctima desde este punto de vista es tener el derecho a defenderse, y ese puede ser si se quiere el ingrediente básico de todas las formas del conservadurismo y de la violencia legítima que genera. Desde esta perspectiva, la muerte de cientos de palestinos o libaneses importa menos o nada al lado de la muerte de un soldado israelí. De un modo similar como en La caída del Halcón Negro asistíamos indiferentes a la muerte de miles de somalíes ya que estos no importan al lado de los valerosos marines de los cuales sabíamos por que la película no los detalla muy bien que tenían familias en casa que los esperaban y que eran valerosos ciudadanos cumpliendo con su deber. Así las cosas, todo lo que pueda hacer desde este instinto de protección que, como Hitler sabía decir, “obsesiona y colma la vida” por más abyecto que resulte encuentra su justificación en última instancia en la posición de víctimas: levantar muros, bombardear, desplazar, torturar, aislar. Pero también: condenar a muerte, bajar la edad de imputabilidad de los delitos, chantajear, aumentar las penas. O cuando la justicia ordinaria no alcanza: linchar, apedrear, hacer como hicieron las juventudes “civiles” de Santa Cruz con los indígenas, esos eternos palestinos de Latinoamérica. Así las cosas, siempre se justificará entonces dar golpes de Estados: pues se hace en nombre de los valores democráticos, que son los de la sociedad civil.
Si este tipo de justicia legítima aparece como objetiva u originaria es porque, como bien advertía Foucault, la política, al revés de los que se piensa después de Clausewitz, es la continuación de la guerra por otros medios. Y cuando esos medios no alcanzan para mantener la dominación son entonces suspendidos, dejados de lado para recurrir al ejercicio del poder directo y sin mediaciones. De aquí los términos del acuerdo propuesto por Arias: si algo debe rescatarse del mismo es la manera tan clara en que expone lo abyecto de esta situación, la manera tan grosera en que dejaba entrever todo.
Por suerte, en su ambición, los golpistas no lo aceptaron. De haberse firmado el acuerdo, no sólo se hubiese justificado todo lo acontecido, sino que se habrían abierto las puertas para todos los golpismo del siglo XXI porvenir. En este caso, es evidente que gobiernos como el de Nicaragua, Bolivia y la misma Venezuela caminan en la cuerda floja de la legalidad en los resquicios que el orden liberal deja. La cosa ahora está en saber hasta cuándo seguirá siendo esto así.