8 noviembre, 2024

Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos (II)

Hace unos años, Paul Wolfowitz, otrora hombre fuerte del gobierno de Bush Jr., fastidiado por las preguntas de un periodista en torno a la veracidad de las pruebas que validaban la invasión a Afganistán luego del 11 de septiembre de 2001, respondió lo siguiente: “Me dijo, escribió el periodista poco tiempo después, que los tipos como yo pertenecemos a lo que se llama “gente que se apoya en la realidad” es decir, la que cree que las soluciones se alcanzan tras un juicioso estudio de la realidad perceptible. Yo asentí, y alcancé comentar algo sobre los principios de la Ilustración y el Empirismo. Él me interrumpió: el mundo no funciona así ya, dijo. Somos un Imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Mientras ustedes estudian esa realidad –tan juiciosamente como deseen- nosotros actuamos otra vez y creamos otras realidades que ustedes tienen que volver a estudiar, así es como pasan las cosas. Somos los actores históricos, y a ustedes, todos ustedes, sólo les queda comentar lo que nosotros hacemos”.

Hace unos años, Paul Wolfowitz, otrora hombre fuerte del gobierno de Bush Jr., fastidiado por las preguntas de un periodista en torno a la veracidad de las pruebas que validaban la invasión a Afganistán luego del 11 de septiembre de 2001, respondió lo siguiente: “Me dijo, escribió el periodista poco tiempo después, que los tipos como yo pertenecemos a lo que se llama “gente que se apoya en la realidad” es decir, la que cree que las soluciones se alcanzan tras un juicioso estudio de la realidad perceptible. Yo asentí, y alcancé comentar algo sobre los principios de la Ilustración y el Empirismo. Él me interrumpió: el mundo no funciona así ya, dijo. Somos un Imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Mientras ustedes estudian esa realidad –tan juiciosamente como deseen- nosotros actuamos otra vez y creamos otras realidades que ustedes tienen que volver a estudiar, así es como pasan las cosas. Somos los actores históricos, y a ustedes, todos ustedes, sólo les queda comentar lo que nosotros hacemos”.

Lo anterior viene a propósito de lo que actualmente pasa en Honduras. Y es que ciertamente, pese a toda la arrogancia implicada en el comentario, pese a la poca distancia que coloca entre lo verídico y lo paranoico, no es menos cierto que las cosas hoy día parecieran funcionar un poco así. En el caso de Honduras, como decíamos anteriormente, como tantos otros han dicho en otras partes, sería bastante miope pensar que el conflicto se reduce a la reacción troglodita de una élite bananera en contra de las tímidas intenciones democratizadoras de un presidente que, sufriendo un devenir atípico, transitó desde el conservadurismo al progresismo. Así las cosas, desde el comienzo ha sido bastante clara la vinculación de los actores inmediatos con un escenario transnacional que en primer término acusan a Chávez de “socio” cuando no manipulador de Zelaya (y por ahí a todo el “eje del mal”, especialmente Cuba y Nicaragua) y al gobierno norteamericano, o específicamente al Pentágono como dicen los más enterados, apoyando de manera más o menos encubierta a los golpistas. Abriendo un poco más el abanico, aparecen otra serie de actores de distinta importancia donde destaca de lejos Brasil en su tan calculada como discreta batalla por la hegemonía continental (situándose un poco como a medio camino entre el “radicalismo” venezolano y el imperialismo gringo tradicional) y un poco más atrás Argentina. Por otra vía, Colombia, Perú, Panamá y México aparecen como los simpatizantes naturales del gobierno de facto, mientras que Costa Rica asume su histórico papel de negociador a la manera de las series policiales gringas, o sea, buscando la manera de facilitar la rendición de Zelaya de la manera menos violenta posible.

Ahora bien, justamente por todo esto, por el hecho de estar concientes que no son sólo cuatro caballos los que juegan en este tablero, es igualmente miope pensar que Honduras tiene en sí tanta importancia como para que tantos se las diputen. Para decirlo de una vez, y prescindiendo de toda connotación despectiva, para la mayoría de los protagonistas de esta historia -muchos hondureños incluidos- importa poco o nada lo que pase en Honduras sino más bien lo que ocurre a propósito de ella. A lo sumo, en honor a la verdad, de Honduras se puede decir que una serie desafortunada de acontecimientos hicieron que estuviera en el momento equivocado en el lugar equivocado, un poco como le pasó en los ochenta cuando la batalla nicaragüense. Y eso es un poco lo que queremos tratar acá.

Algo que se ha comentado mucho en estos días a propósito de la “ambigua” posición norteamericana con respecto al golpe de estado en Honduras, es la aparente batalla que a lo interno del gobierno gringo se desarrollaría entre los halcones dirigidos por el Secretario de Defensa Robert Gates (y por la Clinton, dicen algunos, dada su cercanía al lobby sionista) y por los liberales encarnados por Obama. Se dice a este respecto, que Obama representa la posición multilateralista y negociadora, muy a tono con su discurso reciente en la ONU, alejada del fundamentalismo integrista de Bush del cual Gates ha sido pieza clave. Así las cosas, si Micheletti y compañía han durado pese a todas las tropelías que han hecho y todas las condenas internacionales recibidas, es entonces porque dicha ala fundamentalista subterráneamente la apoya, mientras que el ala demócrata intenta tramitar diplomáticamente la resolución de la crisis fiel a su prédica no intervencionista y de fortalecimiento de la comunidad internacional, en este caso la latinoamericana.

Sin embargo, el problema con esta lúcida tesis no es tanto lo difícil que en realidad resulta saber si es batalla se lleva efectivamente a cabo así como tampoco la facilidad como a través suyo se compra la imagen del Obama demócrata, sino que subestime de semejante modo la situación global actual, pero más aún, que se ignore la historia de al menos los últimos cincuenta años de política exterior norteamericana. A este respecto, capaz sea necesario citar a otro “actor histórico”, actriz en este caso, Madeleine Albrigth, quien fuera Secretaria de Estado de Bill Clinton y a la que alguna vez le preguntaron por qué la política exterior norteamericana era tan contradictoria, en el sentido que era capaz de apoyar una dictadura en un sitio mientras la condenaba en otro, a lo cual la Madelaine respondió sin inmutarse que eso era cierto solo aparentemente, ya que si algo tenía coherencia era la política exterior de los Estados Unidos ya que la animaba un solo principio: la defensa de sus intereses.

Es posible aunque poco probable que la motivación de los golpistas hondureños se reduzca a lo que abiertamente manifiestan. Y digo que es posible porque más allá del escenario internacional que intentamos describir, tal acción es consecuente con la actitud tradicional de los élites de poder latinoamericanas cada vez que una iniciativa popular, por más tímida o contradictoria pueda resultar, pone en entredicho su hegemonía. El asunto, sin embargo, es que a estas alturas el infeliz golpe de estado se ha convertido en otra cosa muy distinta. Más allá del malogrado Zelaya y el pueblo hondureño en resistencia, la víctima del golpe ha sido la integración latinoamericana, tanto en su versión tímida instrumental encarnada por la OEA como en su versión “radical” representada por Venezuela, pero también en la intermedia brasileña pero especialmente la UNASUR. Lo ocurrido el lunes en la reunión de la OEA no es sino la última evidencia de ello. Lo que inicialmente se convocó para condenar la expulsión de los observadores internacionales, terminó evidenciando los reagrupamientos continentales al alinearse Costa Rica, Perú, Canadá, México, Colombia y Bahamas con la súbita postura norteamericana de condena al retorno de Zelaya (“contradictoria” con respecto al tímido apoyo inicial) y la insistencia en el reconocimiento de las elecciones de noviembre, que en el fondo es el quid de la propuesta del bando golpista. De tal modo, a la impotencia inicial de la OEA para trascender a algún tipo de acción concreta más allá de la condena, hay que sumarle ahora la división que ya se suponía pero que no aún no era del todo manifiesta.

La impotencia de la OEA solo es equivalente a la de Venezuela y los países del ALBA que conforman el “ala izquierda” continental. En este caso, poco hay que decir sobre lo imposible que por variadas razones se les hace tener un papel más activo, si exceptuamos el caso nicaragüense que entre el ajuste de cuentas con las élites hondureñas y la cercanía geográfica, impulsa Daniel Ortega. El caso de brasileño es paradigmático, pues a la coordinación aparente entre Lula y Obama y entre lo ventajoso que desde el punto de vista geopolítico resulta para los Estados Unidos tener un partner como Lula y no como Chávez, también es verdad que en última instancia, desde el punto de vista económico, o sea, el que definitivamente importa, el enemigo norteamericano real es Brasil.

Sobre lo que no se ha insistido demasiado en todos los análisis sobre el intervencionismo norteamericano en la región, es en el hecho que el mismo, al menos hoy, no es una opción entre la que los gobiernos norteamericanos puedan optar o no, sino que es una obligación que les impone su situación como potencia hegemónica militar y geopolíticamente hablando pero tambaleante en lo económico. Para decirlo brevemente, Latinoamérica no es solo un pueblo al sur de Estados Unidos ni su patio trasero sino algo peor: su reserva estratégica. En este sentido, lo que el gobierno norteamericano ha venido desmantelando es la pretensión integradora latinoamericana que, pese a todas sus contradicciones y retrocesos, y pese a los intereses tan disímiles han venido impulsando fundamentalmente Brasil y Venezuela y cuya máxima expresión lo constituye la UNASUR.

Todos sabemos como empezó el conflicto hondureño. Del mismo modo, todos sabemos como ocurrió el bombardeo colombiano contra territorio ecuatoriano, así como también nos acordamos de la reactivación de la IV flota y más recientemente del caso de las bases en Colombia. En lo que no siempre reparamos en el cuándo, es decir, en el momento en que tales acontecimientos, para utilizar la figura de Wolfowitz, se llevan a cabo: en las vísperas de una cumbre o encuentro de la UNASUR. Así las cosas, el ataque de Colombia contra Ecuador así como la reactivación de la IV flota se dieron días antes de la sesión inaugural del organismo regional en Brasilia. El golpe de estado contra Zelaya y la reactivación del Plan Colombia en las vísperas de la reunión de la Cumbre de Bariloche, y el nuevo giro de los acontecimientos protagonizado por el representante norteamericano ante la OEA y sus lacayos ocurre en medio del encuentro entre los países de la UNASUR y África, en el cual además de reafirmarse la integración como objetivo estratégico se dio inicio al Banco del Sur con los aportes de Venezuela, Brasil y Argentina.

Y es que lo que más parece inquietar a los Estados Unidos a este respecto no es tanto que se produzca una revolución continental socialista, algo bastante improbable, sino una integración donde Brasil cumpla un papel similar al de China en el sur de Asia (ser el nuevo centro de acumulación) o donde a través del aumento de sus inversiones y alianzas comerciales sea justamente China la que termine capitalizando los beneficios regionales. Y lo es, ya que de hecho el centro de acumulación mundial se ha venido desplazando desde el país del norte al país asiático, el cual por cierto se encuentra celebrando los 60 años de la revolución comunista que, paradójicamente, pareciera estarla encumbrando como potencia emergente del capitalismo del siglo XXI.

Ciertamente, por varias razones, la importancia creciente de China aún no se corresponde con una hegemonía global en el sentido que conjugue lo económico con lo político, cultural y militar. Pero ese es justamente el punto: que lo que está en disputa es la hegemonía del capitalismo mundial, y en el caso norteamericano, si como potencia seguirá la tendencia histórica de los anteriores centros de acumulación que vieron desplazado su poder político al tiempo que se desplazó el centro de acumulación o podrá revertirla. En medio de esto, el enigma latinoamericano será justamente hacia qué lado doblaran las campanas: si terminará absorbida por el viejo imperio, si se entregará al nuevo o si estará dispuesta a dar la lucha por su definitiva independencia.

Esto último nos lleva al hecho bastante preocupante del nivel de violencia que están dispuestos a ejercer las élites dominantes regionales y los Estados Unidos para mantener su hegemonía. Lo que está ocurriendo en Honduras no es sino la muestra de un porvenir posible: el poder del ejercicio de una guerra social y política cínica y sin escrúpulos. En este caso, no se trata para la izquierda y el progresismo en general si está ganada o no a la lucha, sino si está preparada o no para darla, encerrada como está en el complejo estalinista y en la falsa dicotomía socialismo – democracia. Y es que en última instancia lo que demuestra Honduras, así como China, Colombia, México o el Chile pinochetista que amenaza resucitar, es que la democracia es un hecho suplementario del capitalismo y no consustancial, que es un matrimonio por conveniencia, algo a lo que el Capital está dispuesto a desechar sin ruborizarse cuando lo considere conveniente.

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