Marxistas y religión, ayer y hoy
1. La actitud teórica (”filosófica”) del marxismo clásico en materia de religión combina tres dimensiones complementarias, que se encuentran ya en germen en la Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel del joven Marx (1843-44):
1. La actitud teórica (”filosófica”) del marxismo clásico en materia de religión combina tres dimensiones complementarias, que se encuentran ya en germen en la Introducción a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel del joven Marx (1843-44):
En primer lugar, una crítica de la religión, en tanto que factor de alienación. El ser humano atribuye a la divinidad la responsabilidad de una suerte que no le debe nada (”El ser humano hace la religión, no es la religión la que hace al ser humano”); se obliga a respetar obligaciones y prohibiciones que, a menudo, dificultan su desarrollo; se somete voluntariamente a autoridades religiosas cuya legitimidad se funda en el fantasma de su relación privilegiada con lo divino, o bien en su especialización en el conocimiento del corpus religioso.
Una crítica de las doctrinas sociales y políticas de las religiones. Las religiones son supervivencias ideológicas de épocas pasadas desde hace mucho tiempo: la religión es “falsa conciencia del mundo”; lo es tanto más en cuanto el mundo cambia. Nacidas en las sociedades precapitalistas, las religiones han podido conocer -como la Reforma protestante en la historia del cristianismo- aggiornamentos, que siguen siendo forzosamente parciales y limitados debido a que una religión venera “escrituras santas”.
Pero también, una “comprensión” (en el sentido weberiano) del papel psicológico que puede jugar la creencia religiosa para los/as condenados/as de la tierra. “La miseria religiosa es, por un lado, la expresión de la miseria real y, por otro, la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura abrumada por la desgracia, el alma de un mundo sin corazón, asimismo el espíritu de una época sin espíritu. Es el opio del pueblo”.
Estas tres consideraciones desembocan, para el marxismo clásico, en una única y misma conclusión enunciada por el joven Marx: “La superación (Aufhebung) de la religión en tanto que felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su verdadera felicidad. Exigir la renuncia a las ilusiones sobre su condición, es exigir la renuncia a una condición que tiene necesidad de ilusiones. La crítica de la religión es pues, en germen, la crítica de este valle de lágrimas, del que la religión es la aureola”.
2. Sin embargo, el marxismo clásico no planteó la supresión de la religión como condición necesaria y previa de la emancipación social (las afirmaciones del joven Marx podrían leerse como: a fin de poder superar las ilusiones, en primer lugar hay que poner fin a la “condición que tiene necesidad de ilusiones”). En cualquier caso, igual que para el Estado, podríamos decir que no se trata de abolir la religión, sino de crear las condiciones de su extinción. No se trata de prohibir el “opio del pueblo”, y aún menos de reprimir a sus consumidores. Se trata solamente de poner fin a las relaciones privilegiadas que mantienen quienes hacen de ellas comercio con el poder político, con el fin de reducir su dominio sobre los espíritus.
Debemos considerar aquí tres tipos de actitud:
El marxismo clásico, el de los fundadores, no requirió la inscripción del ateismo en el programa de los movimientos sociales. Al contrario, en su crítica del programa de los emigrados blanquistas de la Comuna (1874), Engels se burló de su pretensión de abolir la religión por decreto. Su perspicacia fue enteramente confirmada por las experiencias del siglo XX, como cuando sostenía que “las persecuciones son el mejor medio de reafirmar convicciones indeseables” y que “el único servicio que se puede hacer, aún en nuestros días, a dios, es proclamar el ateísmo como símbolo coercitivo de fe”.
La laicidad republicana, es decir la separación de la religión y del Estado, es, en cambio, un objetivo necesario e imprescindible, que formaba ya parte del programa de la democracia burguesa radical. Pero ahí también, es importante no confundir separación y prohibición, incluso en lo que concierne a la enseñanza. En sus comentarios críticos sobre el programa de Erfurt de la socialdemocracia alemana (1891), Engels proponía la formulación siguiente: “Separación completa de la Iglesia y del Estado. Todas las comunidades religiosas sin excepción serán tratadas por el Estado como sociedades privadas. Pierden toda subvención proveniente del erario público y toda influencia sobre las escuelas públicas”. Luego añadía entre paréntesis este comentario: “No se les puede sin embargo prohibir fundar, por sus propios medios, escuelas que les pertenezcan como propias, y enseñar en ellas sus tonterías”.
El partido obrero debe, al mismo tiempo, combatir ideológicamente la influencia de la religión. En el texto de 1873, Engels se felicitaba de que la mayoría de los militantes obreros socialistas alemanes estuviera ganada para el ateísmo, y sugería difundir la literatura materialista francesa del siglo XVIII a fin de convencer al mayor número de ellos. En su crítica del programa de Gotha del partido obrero alemán (1875), Marx explicaba que la libertad privada en materia de creencia y de culto debe ser definida únicamente como rechazo de la ingerencia estatal. Enunciaba así su principio: “cada cual debe poder satisfacer sus necesidades religiosas y corporales, sin que la policía meta las narices”. Lamentaba, al mismo tiempo, que el partido no hubiera aprovechado “la ocasión de expresar su convicción de que la burguesa `libertad de conciencia´ no es nada más que la tolerancia de todas las suertes posibles de libertad de conciencia religiosa, mientras que él (el partido) se esfuerza por liberar las conciencias de la fantasmagoría religiosa”.
3. El marxismo clásico no contemplaba la religión más que bajo el ángulo de la relación de las sociedades europeas con sus propias religiones tradicionales. No tomaba en consideración la persecución de las minorías religiosas, ni sobre todo la persecución de las religiones de pueblos oprimidos por Estados opresores pertenecientes a otra religión. En nuestra época, marcada por la supervivencia de la herencia colonial y por su transposición al interior mismo de las metrópolis imperiales -bajo la forma de un “colonialismo interior”, cuya originalidad es que son los colonizados mismos quienes son expatriados, es decir “inmigrados”- este aspecto adquiere una importancia mayor.
En un contexto dominado por el racismo, corolario natural de la herencia colonial, las persecuciones de la religión de los oprimidos/as, ex colonizados/as, no deben ser rechazadas sólo porque son “el mejor medio de reafirmar convicciones indeseables”. Deben ser rechazadas, también y ante todo, porque son una dimensión de la opresión étnica o racial, tan intolerable como las persecuciones y discriminaciones políticas, jurídicas y económicas.
Ciertamente, las prácticas religiosas de las poblaciones colonizadas pueden aparecer como eminentemente retrógradas a los ojos de las poblaciones metropolitanas, cuya superioridad material y científica estaba inscrita en el hecho mismo de la colonización. Pero no es imponiendo el modo de vida de estas últimas a las poblaciones colonizadas, contra su voluntad, como se impulsará la causa de su emancipación. El infierno de la opresión racista está pavimentado de buenas intenciones “civilizadoras”, y se sabe hasta qué punto el propio movimiento obrero fue contaminado por la pretensión bienhechora y la ilusión filantrópica en la era del colonialismo.
Engels había, sin embargo, puesto claramente en guardia contra este síndrome colonial. En una carta a Kautsky, fechada el 12 de septiembre de 1882, formuló una política emancipatoria del proletariado, completamente marcada por la precaución indispensable de no transformar la liberación presumida en opresión disfrazada.
«Los países bajo simple dominación y poblados por pueblos indígenas, India, Argelia, las posesiones holandesas, portuguesas y españolas, deberán ser tomadas a su cargo, provisionalmente, por el proletariado y llevados a la independencia, tan rápidamente como sea posible. Cómo se desarrollará ese proceso, es algo difícil de decir. India hará quizá una revolución, es incluso muy probable. Y como el proletariado que se libera no puede llevar a cabo ninguna guerra colonial, se estaría obligado a dejar hacer, lo que, naturalmente, no ocurriría sin destrucciones de todo tipo, pero tales hechos son inseparables de todas las revoluciones. El mismo proceso podría desarrollarse también en otras partes: por ejemplo en Argelia y en Egipto, y no sería, para nosotros ciertamente la mejor solución. Tendremos bastante que hacer en nuestra propia casa. Una vez que Europa y América del Norte estén reorganizadas, constituirán una fuerza colosal y un ejemplo tal que los pueblos semicivilizados vendrán por sí mismos tras sus huellas: las necesidades económicas bastarán para empujar hacia ello. Pero por qué fases de desarrollo social y político deberán pasar luego esos países para llegar ellos también a una estructura socialista, sobre eso, creo que no podemos hoy más que construir hipótesis bastante ociosas. Una sola cosa es segura: el proletariado victorioso no puede hacer por la fuerza la felicidad de ningún pueblo extranjero, sin con ello minar su propia victoria».
Verdad elemental, y sin embargo tan a menudo ignorada: toda “felicidad” impuesta por la fuerza equivale a una opresión, y no podría ser percibida de otra forma por quienes la sufren.
4. La cuestión del velo islámico (hijab) condensa el conjunto de los problemas planteados más arriba. Permite mostrar la actitud marxista bajo todos sus aspectos.
En la mayor parte de los países en los que el Islam es la religión mayoritaria, la religión es aún la forma principal de la ideología dominante. Interpretaciones retrógradas del Islam, más o menos literales, sirven para mantener a poblaciones enteras en la sumisión y el atraso cultural. Las mujeres sufren de la forma más masiva e intensa una opresión secular, recubierta de legitimación religiosa.
En tal contexto, la lucha ideológica contra la utilización de la religión como argumento de dominación es una dimensión prioritaria del combate emancipador. La separación de la religión y del Estado debe ser una reivindicación prioritaria del movimiento por el progreso social. Los demócratas y los progresistas deben combatir por la libertad de cada una y cada uno en materia de no creencia, de creencia y de práctica religiosa. Al mismo tiempo, el combate por la liberación de las mujeres sigue siendo el criterio mismo de toda identidad emancipatoria, la piedra clave de toda pretensión progresista.
Uno de los aspectos más elementales de la libertad de las mujeres es su libertad individual de vestirse como prefieran. El velo islámico y, con mayor razón, las versiones más envolventes de este tipo de vestido, cuando son impuestas a las mujeres, son una de las numerosas formas de opresión sexual en lo cotidiano, una forma tanto más visible en cuanto sirve para hacer a las mujeres invisibles. La lucha contra la imposición de llevar éste, u otros velos, es indisociable de la lucha contra los demás aspectos de la servidumbre femenina.
Sin embargo, la lucha emancipatoria estaría gravemente comprometida si intentara “liberar” por la fuerza a las mujeres, usando la coacción no hacia sus opresores, sino hacia ellas mismas. Arrancar por la fuerza la prenda religiosa, llevada voluntariamente, incluso si se piensa que llevarla remite a la servidumbre voluntaria, es un acto opresivo y no un acto de emancipación real. Es además una acción condenada al fracaso, como lo había predicho Engels: igual que la suerte del Islam en la ex-Unión soviética, la evolución de Turquía ilustra elocuentemente sobre la inutilidad de toda tentativa de erradicación por la fuerza de la religión o de las prácticas religiosas. “Cada uno -y cada una debe poder satisfacer sus necesidades religiosas y corporales” -las mujeres llevar el hijab o los hombres la barba- “sin que la policía meta las narices”.
Defender esta libertad individual elemental es la condición indispensable para llevar a cabo un combate eficaz contra los diktats religiosos. La prohibición del hijab hace paradójicamente legítimo el hecho de imponerlo, a los ojos de quienes le consideran como un artículo de fe. Sólo el principio de la libertad de conciencia y de práctica religiosa estrictamente individual, sea de vestimenta o de otro tipo, y el respeto de este principio por gobiernos laicos, permiten oponerse legítimamente y con éxito a la coacción religiosa. El propio Corán proclama: “¡No tiene que haber coacción en religión”!
Por otra parte, y por poco que no se ponga en cuestión la libertad de enseñanza, prohibir llevar el velo islámico, u otros signos religiosos en la vestimenta, en la escuela pública, en nombre del laicismo, es una actitud eminentemente antinómica, puesto que lleva a favorecer la expansión de las escuelas religiosas.
5. En un país como Francia, donde el Islam fue durante mucho tiempo la religión mayoritaria de los “indígenas” de las colonias y en donde es desde hace decenios la religión de la gran mayoría de los inmigrantes, “colonizados” del interior, toda forma de persecución de la religión islámica -segunda religión de Francia por el número y religión muy inferior a las demás por el estatus- debe ser combatida.
El Islam es, en Francia, una religión desfavorecida en relación con las religiones presentes desde hace siglos en el suelo francés. Es una religión víctima de discriminaciones escandalosas, tanto en lo que se refiere a los lugares de culto como a la dura tutela, llena de mentalidad colonial, que le impone el Estado francés. El Islam es una religión denigrada cotidianamente en los medios franceses, de una forma que ya no es posible realizar, afortunadamente, contra el anterior objetivo prioritario del racismo: el judaísmo, tras el genocidio nazi y la complicidad del régimen de Vichy. Un confusionismo mezclado de ignorancia y de racismo mantiene, con la complicidad de los medios, la imagen de una religión islámica intrínsecamente inapta para la modernidad, así como la amalgama entre Islam y terrorismo que facilita la utilización inapropiada del término “islamismo” como sinónimo de integrismo islámico.
Ciertamente, el discurso oficial y dominante no es abiertamente hostil; se hace incluso benevolente, con los ojos puestos en los intereses considerables del gran capital francés -petróleo, armamento, construcción, etc.- en tierras del Islam. Sin embargo, la condescendencia colonial hacia musulmanes y su religión es tan insoportable para ellos y ellas como la hostilidad racista abiertamente proclamada. El espíritu colonial no es patrimonio de la derecha en Francia; tiene una implantación muy antigua en la izquierda francesa constantemente desgarrada en su historia entre un colonialismo mezclado de condescendencia de esencia racista y de expresión paternalista, y una tradición anticolonialista militante.
Incluso en los primeros tiempos de la escisión del movimiento obrero francés entre socialdemócratas y comunistas, emergió un ala derecha entre los mismos comunistas de la metrópoli (por no hablar de los comunistas franceses de Argelia), que se distinguía principalmente por su actitud sobre la cuestión colonial. La derecha comunista traicionó su deber anticolonialista frente a la insurrección del Rif marroquí bajo la dirección del jefe tribal y religioso Abd-el-Krim, cuando ésta se enfrentó a las tropas francesas en 1925.
La explicación de Jules Humbert-Droz sobre ello, ante el comité ejecutivo de la IC, conserva una cierta pertinencia:
«La derecha ha protestado contra la consigna de la fraternización con el ejército de los rifeños, invocando el hecho de que los rifeños no tienen el mismo grado de civilización que los ejércitos franceses, y que no se puede confraternizar con tribus medio bárbaras. Ha ido aún más lejos escribiendo que Abd-el-Krim tiene prejuicios religiosos y sociales que hay que combatir. Sin duda hay que combatir el panislamismo y el feudalismo de los pueblos coloniales, pero cuando el imperialismo francés coge por el cuello a los pueblos coloniales, el papel del PCF no es combatir los prejuicios de los jefes coloniales, sino combatir sin tregua la rapacidad del imperialismo francés».
6. El deber de los marxistas en Francia es combatir sin tregua la opresión racista y religiosa llevada por la burguesía imperial francesa y su Estado, antes de combatir los prejuicios religiosos en el seno de las poblaciones inmigrantes.
Cuando el Estado francés se ocupa en reglamentar la forma de vestirse de las jóvenes musulmanas y de prohibir el acceso a la escuela de las que se obstinen en querer llevar el velo islámico; cuando éstas son tomadas como objetivos de una campaña mediática y política cuya desmesura en relación a la amplitud del fenómeno considerado atestigua su carácter opresivo, percibido como islamófobo o racista, cualesquiera que sean las intenciones proclamadas; cuando el mismo Estado favorece la expansión notoria de la enseñanza religiosa comunitaria por el aumento de las subvenciones a la enseñanza privada, agravando así las divisiones entre las capas explotadas de la población francesa, el deber de los marxistas, a la luz de todo lo que ha sido expuesto más arriba, es oponerse a ello resueltamente.
Éste no fue el caso de una buena parte de quienes se reclaman del marxismo en Francia. Sobre la cuestión del velo islámico, la posición de la Liga de la Enseñanza, cuyo compromiso laico está por encima de toda sospecha, tiene bastante más afinidad con la del marxismo auténtico que la de numerosas instancias que dicen inspirarse en él. Así se puede leer en la declaración adoptada por la Liga, en su asamblea general de Troyes en junio de 2003, lo que sigue:
«La Liga de la Enseñanza, cuya historia entera está marcada por una acción constante a favor del laicismo, considera que legislar sobre el uso de signos de pertenencia religiosa es inoportuno. Toda ley sería o bien inútil o bien imposible.
El riesgo es evidente. Cualesquiera que sean las precauciones tomadas, no hay ninguna duda de que el efecto obtenido será una prohibición que estigmatizará de hecho a los musulmanes (…). Para quienes querrían hacer de llevar un signo religioso el argumento de un combate político, la exclusión de la escuela pública no impedirá escolarizarse en otra parte, en instituciones en el seno de las cuales tienen todas las oportunidades de encontrarse justificados/as y reforzados/as en su actitud.(…)
La integración de todos los ciudadanos, independientemente de sus orígenes y de sus convicciones, pasa por el reconocimiento de una diversidad cultural que debe expresarse en el marco de la igualdad de trato que la República debe asegurar a cada cual. A este título, los musulmanes, como los demás creyentes, deben disfrutar de la libertad de culto en el respeto de las reglas que impone una sociedad laica, pluralista y profundamente secularizada. El combate por la emancipación de las jóvenes, en particular, pasa prioritariamente por su escolarización, el respeto de su libertad de conciencia y de su autonomía: no hagamos de ellas las rehenes de un debate ideológico, por otra parte necesario. Para luchar contra el encierro identitario, una pedagogía del laicismo, la lucha contra las discriminaciones, el combate por la justicia social y la igualdad son más eficaces que la prohibición».
En su informe del 4 de noviembre de 2003, remitido a la Comisión sobre la aplicación del principio de laicismo en la República (llamada Comisión Stasi), la Liga de la Enseñanza trata admirablemente sobre el Islam y las representaciones de las que es objeto en Francia, en páginas de las que sólo cito algunos extractos:
«Las resistencias y discriminaciones encontradas por `las poblaciones musulmanas´ en la sociedad francesa no derivan esencialmente, como se dice demasiado a menudo, del déficit de integración de estas poblaciones, sino de representaciones y actitudes mayoritarias que provienen en gran parte de una herencia histórica antigua. La primera se debe al no reconocimiento de la aportación de la civilización arabo-musulmana a la cultura mundial y a nuestra propia cultura occidental (…).
A esta ocultación y a este rechazo se ha añadido la herencia colonial (…) portadora de una tradición de violencia, de desigualdad y de racismo, profunda y duradera, que las dificultades de la descolonización, y luego los desgarros de la guerra de Argelia han ampliado y reforzado. La inferiorización étnica, social, cultural y religiosa de las poblaciones indígenas, musulmanas de las colonias francesas ha sido una práctica constante, hasta el punto de resonar en las limitaciones del derecho. Es así que, en lo que concierne al Islam, ha sido considerado como un elemento del estatuto personal y no como una religión relacionada con la ley de separación de 1905. Durante todo el tiempo de la colonización, el principio de laicidad no se ha aplicado nunca a las poblaciones indígenas y a su culto a causa de la oposición del lobby colonial y a pesar de la demanda de los ulemas que habían comprendido que el régimen de laicismo les concedería la libertad de culto. ¿Cómo extrañarse entonces de que durante mucho tiempo el laicismo, para los musulmanes, haya sido sinónimo de una policía colonial de los espíritus? ¿Cómo se quiere que esto no deje huellas profundas, tanto del lado de los antiguos colonizados como del país colonizador? Si numerosos musulmanes hoy aún consideran que el Islam debe regular los comportamientos civiles, tanto públicos como privados, y, sin reivindicar estatuto personal, tienen a veces tendencia a adoptar su perfil, es que Francia y la República laica les han conminado a hacerlo durante varias generaciones. Si numerosos franceses, a veces incluso entre los más instruidos y que ejercen responsabilidades públicas, se permiten apreciaciones peyorativas sobre el Islam cuya ignorancia va de par con la estupidez, es que se inscriben, muy a menudo de forma inconsciente y defendiéndose de ello, en esta tradición del desprecio colonial.
Un tercer aspecto acaba de obstaculizar la consideración del Islam en pie de igualdad: es que la religión trasplantada, es también una religión de pobres. A diferencia de las religiones judeocristianas cuyos practicantes en Francia se reparten en el conjunto del tablero social, y a diferencia en particular del catolicismo históricamente integrado a la clase dominante, los musulmanes, ciudadanos franceses o inmigrantes que viven en Francia, se sitúan por el momento, en una gran mayoría, en la parte baja de la escala social. Ahí también prosigue la tradición colonial, puesto que a la inferiorización cultural de las poblaciones indígenas se añadía la explotación económica, y que ésta ha pesado durante mucho tiempo también muy fuertemente sobre las primeras generaciones de inmigrantes, mientras que hoy sus herederos son las primeras víctimas del paro y de la relegación urbana. El desprecio social y la injusticia que golpean esas categorías sociales afectan a todos los aspectos de su existencia, incluida la dimensión religiosa. No hay ofuscamiento con los velos de las empleadas de hogar o de limpieza en las oficinas: no se hace objeto de escándalo más que si es llevado con orgullo por jóvenes que han emprendido estudios o mujeres con el estatuto de cuadros».
La incomprensión manifestada por las principales organizaciones de la izquierda marxista extraparlamentaria en Francia hacia los problemas identitarios y culturales de estas poblaciones se revela por la composición de sus listas electorales en las elecciones europeas: tanto en 1999 como en 2004, los ciudadanos/as originarios de poblaciones en otro tiempo colonizadas -del Magreb o del África negra, en particular- han brillado por su ausencia en el pelotón de cabeza de las listas LCR-LO, contrariamente a las listas del PCF, partido tantas veces estigmatizado por inconsecuencia en la lucha antirracista por esas dos organizaciones. Al hacerlo, se han privado también de un potencial electoral entre las capas más oprimidas de Francia, un potencial del que el resultado obtenido en 2004 por una lista improvisada, como fue el caso de Euro-Palestine, ha demostrado de forma llamativa.
7. Mencionando “a quienes querrían hacer de llevar un signo religioso el argumento de un combate político”, la Liga de la Enseñanza hacía alusión, por supuesto, al integrismo islámico. La expansión de este fenómeno político en los medios salidos de la inmigración musulmana en Occidente, tras su fuerte expansión desde hace treinta años en tierras del Islam, ha sido, en Francia, el argumento preferido de quienes atacan el velo islámico.
El argumento es real: como los integrismos cristiano, judío, hinduísta y otros, que quieren imponer una interpretación rigorista de la religión como código de vida, cuando no como modo de gobierno, el integrismo islámico es un verdadero peligro para el progreso social y las luchas emancipatorias. Tomando cuidado de establecer una distinción clara y neta entre la religión como tal y su interpretación integrista, la más reaccionaria de todas, es indispensable combatir el integrismo islámico ideológicamente y políticamente, tanto en los países del Islam como en el seno de las minorías musulmanas en Occidente u otras partes.
Esto no debería, sin embargo, constituir un argumento a favor de una prohibición pública del velo islámico: la Liga de la Enseñanza ha explicado lo contrario de forma convincente. Más en general, la islamofobia es el mejor aliado objetivo del integrismo islámico: su crecimiento va parejo. Contra más dé la izquierda la impresión de aliarse con la islamofobia dominante, más se alienará a las poblaciones musulmanas y más facilitará la tarea de los integristas musulmanes, que aparecerán como únicos capaces de expresar la protesta de esas poblaciones contra la “miseria real”.
El integrismo islámico es, sin embargo, un fenómeno muy diferenciado y la actitud táctica hacia él debe ser modulada según las situaciones concretas. Cuando este tipo de programa social es manejado por un poder opresor y por sus aliados a fin de legitimar la opresión en vigor, como en el caso de los numerosos despotismos con rostro islámico; o cuando se convierte en el arma política de una reacción que lucha contra un poder progresista, como ocurrió en el mundo árabe, en el período 1950- 70 cuando el integrismo islámico era la punta de lanza de la oposición reaccionaria al naserismo egipcio y a sus émulos, la única actitud conveniente es la de una hostilidad implacable a los integristas.
Ocurre de otra forma cuando el integrismo islámico se despliega en tanto que vector político-ideológico de una lucha animada por una causa objetivamente progresista, vector deforme, cierto, pero que llena el vacío dejado por la derrota o la carencia de los movimientos de izquierda. Es el caso de las situaciones en que los integristas musulmanes combaten una ocupación extranjera (Afganistán, Líbano, Palestina, Irak, etc.) o una opresión étnica o racial, y donde encarnan una aversión popular hacia un régimen de opresión política reaccionaria. Es también el caso del integrismo islámico en Occidente, donde su auge es generalmente la expresión de una rebelión contra la suerte reservada a las poblaciones inmigrantes.
En efecto, como la religión en general, el integrismo islámico puede ser “de una parte, la expresión de la miseria real, y, de otra, la protesta contra la miseria real”, con la diferencia de que se trata en su caso de una protesta activa: no es “el opio” del pueblo, sino más bien “la heroína” de una parte del pueblo, derivada del “opio” y que sustituye con su efecto de éxtasis al efecto narcótico de éste.
En todos estos tipos de situaciones, es necesario adaptar una actitud táctica a las circunstancias de la lucha contra el opresor, enemigo común. No renunciando nunca al combate ideológico contra la influencia nefasta del integrismo islámico, puede ser necesario, o inevitable, converger con integristas musulmanes en batallas comunes, que van de simples manifestaciones de calle a la resistencia armada, según los casos.
8. Los integristas islámicos pueden ser aliados objetivos y circunstanciales en un combate determinado, llevado por marxistas. Se trata sin embargo de una alianza contranatura, forzada por las circunstancias. Las reglas que se aplican a alianzas mucho más naturales como las que fueron practicadas en la lucha contra el zarismo en Rusia, tienen que ser respetadas aquí con mucha más razón, y de forma más estricta aún.
Estas reglas fueron claramente definidas por los marxistas rusos a comienzos del siglo XX. En su Prefacio de enero de 1905 al folleto Ante el 9 de enero de Trotsky, Parvus las resumía así:
«Para simplificar, en caso de lucha común con aliados de ocasión, se pueden seguir los puntos siguientes: 1. No mezclar las organizaciones. Marchar separadamente, pero golpear juntos. 2. No renunciar a las propias reivindicaciones políticas. 3. No ocultar las divergencias de intereses. 4. Seguir al aliado como se enfila a un enemigo. 5. Preocuparse más de utilizar la situación creada por la lucha que de preservar un aliado».
“Parvus tiene mil veces razón”, escribió Lenin en un artículo de abril de 1905, publicado en el periódico Vperiod, subrayando “la condición absoluta (recordada muy a propósito) de no confundir las organizaciones, de marchar separadamente y de golpear juntos, de no disimular la diversidad de los intereses, de vigilar a su aliado como un enemigo, etc.”. El dirigente bolchevique enumerará en numerosas ocasiones estas condiciones a lo largo de los años.
Los mismos principios fueron defendidos incansablemente por Trotsky. En La internacional comunista después de Lenin (1928), polemizando sobre las alianzas con el Kuomintang chino, escribió la siguientes frases, particularmente adaptadas al asunto que tratamos:
«Desde hace tiempo, se ha dicho que acuerdos estrictamente prácticos, que no nos ligan de forma alguna y no nos crean ninguna obligación política, pueden, si eso es ventajoso en el momento considerado, ser concluidos con el mismísimo diablo. Pero sería absurdo exigir al mismo tiempo que en esta ocasión el diablo se convirtiera totalmente al cristianismo, y que se sirva de sus cuernos (…) para obras piadosas. Planteando tales condiciones, actuaríamos ya, en el fondo, como abogados del diablo, y le pediríamos ser sus padrinos».
Numerosos trotskistas hacen exactamente lo contrario de lo que preconizaba Trotsky, en su relación con organizaciones integristas islámicas. No en Francia, donde los trotskystas, como ya ha sido explicado, tuercen, en su mayoría, más bien el bastón en el otro sentido, sino del otro lado del canal de la Mancha, en Gran Bretaña.
La extrema izquierda británica tiene el mérito de haber dado pruebas de una mayor apertura a las poblaciones musulmanas que la extrema izquierda francesa. Ha llevado, contra las guerras de Afganistán y de Irak, en las que ha participado el gobierno de su país, formidables movilizaciones con la participación masiva de personas salidas de la inmigración musulmana. En el movimiento antiguerra, ha llegado hasta aliarse a una organización musulmana de inspiración integrista, la Muslim Association of Britan (MAB), emanación británica del principal movimiento integrista islámico “moderado” de Oriente Medio, el Movimiento de los Hermanos Musulmanes (representado en los parlamentos de algunos países).
En principio, no hay nada criticable en una tal alianza para objetivos bien delimitados, a condición de respetar estrictamente las reglas enunciadas más arriba. El problema comienza sin embargo con el tratamiento como aliado privilegiado de esta organización particular, que está lejos de ser representativa de la gran masa de los musulmanes de Gran Bretaña. Más en general, los trotskistas británicos han tenido la tendencia, con ocasión de su alianza con la MAB en el movimiento antiguerra, de hacer lo contrario de lo enunciado más arriba, es decir: 1. Mezclar las banderas y las pancartas, en sentido tanto figurado como literal; 2. Minimizar la importancia de los elementos de su identidad política susceptibles de molestar a los aliados integristas de hoy; y en fin 3. tratar a estos aliados de circunstancia como si se tratara de aliados estratégicos, rebautizando de “antiimperialistas” a quienes tienen una visión del mundo que corresponde mucho más al “choque de civilizaciones” que a la lucha de clases.
9. Esta tendencia se ha agravado con el paso de una alianza en el contexto de una movilización antiguerra a una alianza electoral. La MAB no se ha sumado, ciertamente, como tal a la coalición electoral Respect, animada por los trotskistas británicos, al prohibirle sus principios integristas suscribir un programa de izquierdas. Pero la alianza entre la MAB y Respect se ha traducido, por ejemplo, en la candidatura en las listas de Respect de un dirigente conocido de la MAB, el ex-presidente y portavoz de la asociación.
Al hacerlo, la alianza pasaba a un nivel cualitativamente superior, completamente criticable, desde un punto de vista marxista: si bien puede ser legítimo, en efecto, establecer “acuerdos estrictamente prácticos”, sin “ninguna obligación política” que no sea la acción por objetivos comunes -en este caso, expresar la oposición a la guerra llevada por el gobierno británico conjuntamente con Estados Unidos y denunciar la suerte infligida al pueblo palestino- con grupos y/o individuos que adhieren, por otra parte, a una concepción fundamentalmente reaccionaria de la sociedad, también es inaceptable para marxistas concluir una alianza electoral -tipo de alianza que supone una concepción común de cambio político y social- con este tipo de socios.
Por la fuerza de las cosas, tomar parte en una misma lista electoral con un integrista religioso, es dar la impresión engañosa de que se ha convertido al progresismo social y a la causa de la emancipación de los trabajadores…. ¡y de las trabajadoras! La lógica misma de esta especie de alianza empuja a quienes se han comprometido en ella, frente a las críticas inevitables de sus competidores políticos, a defender a sus aliados del día y a minimizar, cuando no a ocultar, las divergencias profundas que les oponen a ellos. Se convierten en sus abogados, incluso padrinos y madrinas ante el movimiento social progresista.
Es así como Lindsay German, dirigente central del Socialist Workers Party británico y de la coalición Respect, ha firmado en The Guardian del 13 de julio de 2004, un artículo calificado de “maravilloso” (”wonderful”) en la página web de la MAB. Con el título de “Una insignia de honor” (”A badge of honour”), la autora defiende enérgicamente la alianza electoral con la MAB, explicando que es un honor para ella y sus camaradas ver a las víctimas de la islamofobia volverse hacia ellos, con una justificación sorprendente -por lo menos- de la alianza con la MAB. Resumamos la argumentación: los integristas musulmanes no son los únicos en ser antimujeres y homófobos, los integristas cristianos lo son también. Por otra parte, cada vez más mujeres hablan por la MAB en las reuniones antiguerra (como en los mítines organizados por los mollahs en Irán, se podría añadir). Los fascistas del BNP (British National Party) son bastante peores que la MAB. “Ciertamente, prosigue Lindsay German, algunos musulmanes -y no musulmanes- tienen, sobre ciertas cuestiones sociales, puntos de vista que son más conservadores que los de la izquierda socialista y liberal. Pero esto no debería impedir colaborar sobre cuestiones de interés común. ¿Se insistiría en una campaña por los derechos de los gays, por ejemplo, en que todas las personas que participan en ella compartiesen el mismo punto de vista sobre la guerra de Irak?”.
El argumento habría sido admisible si no se refiriera más que a la campaña antiguerra. Pero utilizado para justificar una alianza electoral como Respect, con un programa mucho más global que una campaña por los derechos de los gays y de las lesbianas, se hace completamente engañoso.
10. El electoralismo es una política a corto plazo. Para realizar un avance electoral, los trotskistas británicos juegan, en este caso, un juego que perjudica los intereses estratégicos de la construcción de una izquierda radical en su país.
Lo que les ha determinado, ha sido en primer lugar y ante todo, un cálculo electoral: intentar captar los votos de las masas considerables de personas salidas de la inmigración y que rechazan las guerras en curso llevadas a cabo por Londres y Washington (señalemos, de pasada, que la alianza con la MAB se ha hecho alrededor de las guerras de Afganistán y de Irak, y no alrededor de la de Kosovo -¡y con motivos!). El objetivo, en sí, es legítimo, si se traduce por la preocupación de ganar militantes entre los trabajadores y trabajadoras de origen inmigrante, por una atención particular prestada a la opresión específica que sufren, y en este sentido, poniendo en lugares destacados a militantes de izquierda que pertenecen a esas comunidades, particularmente en las listas electorales. En definitiva, todo lo que no ha hecho la izquierda revolucionaria francesa.
Por el contrario, optando por aliarse electoralmente con una organización integrista islámica como la MAB, la izquierda revolucionaria británica sirve de estribo, de ayuda, a ésta para su propia expansión en las comunidades salidas de la inmigración, cuando debería considerarla como un rival a combatir ideológicamente y a circunscribir desde el punto de vista organizativo. Tarde o temprano, esta alianza contra natura se encontrará con algún escollo, y volará en mil pedazos. Los trotskistas deberán entonces enfrentarse a los mismos a los que habrán facilitado su expansión por el plato de lentejas de un resultado electoral, que no está claro además, que deba mucho a los socios integristas.
No hay más que ver con qué argumentos los integristas llaman a votar por Respect (y por otros, como el alcalde de Londres, el laborista de izquierdas Ken Livingstone, aún más oportunista que los trotskistas en sus relaciones con la asociación islámica). Leamos la fatwa del jeque Haitham Al-Haddad, fechada el 5 de junio de 2004 y publicada en la página web de la MAB.
El venerable jeque explica que “es obligatorio para los musulmanes que viven a la sombra de la ley de los hombres actuar por todos los medios necesarios para que la ley de Alá, el creador, sea suprema y manifiesta en todos los aspectos de la vida. Si no son capaces de hacerlo, se hace entonces obligatorio para ellos esforzarse por minimizar el mal y maximizar el bien”. El jeque subraya luego la diferencia entre “votar por un sistema entre un número de otros sistemas, y votar por elegir al mejor individuo entre un número de candidatos en un sistema ya establecido, impuesto a la gente y que no son capaces de cambiar en el futuro inmediato”.
“No hay duda, prosigue, de que el primer tipo (de voto) es un acto de Kufr (impío), pues Alá dice `No corresponde a Ala legislar”, mientras que “votar por un candidato o un partido que gobierna según la ley de los hombres no implica aprobar o aceptar su método”. Se deduce de ello que “debemos participar en la votación, con la convicción de que intentamos así minimizar el mal, a la vez que sostenemos la idea de que el mejor sistema es la Charia, que es la ley de Alá”.
Siendo el voto lícito, se plantea entonces la cuestión de saber por quién votar. “La respuesta a tal cuestión requiere una comprensión profunda y precisa de la arena política. Por consiguiente, creo que los individuos deben evitar implicarse en este proceso y confiar más bien esta responsabilidad a las organizaciones musulmanas eminentes (…). Incumbe pues a los demás musulmanes aceptar y seguir las decisiones de esas organizaciones”.
En conclusión de lo cual, el venerable jeque llama a los musulmanes de Gran Bretaña a seguir las consignas electorales de la MAB y termina con esta oración: “Pedimos a Alá que nos guíe en el buen camino y conceda la victoria a la ley de nuestro Señor, Alá, en el Reino Unido y en otras partes del mundo”.
Esta fatwa no necesita comentarios. La oposición profunda entre los propósitos del jeque solicitado por la MAB y la tarea que se fijan los marxistas, o deberían fijarse, en su acción hacia las poblaciones musulmanas es flagrante. Los marxistas no podrían intentar recoger votos a cualquier precio, como políticos oportunistas dispuestos a cualquier cosa para ser elegidos. Hay apoyos, como el del jeque Al- Haddad, que son regalos envenenados. Hay que saber desautorizar a aquellos de quienes provienen: la batalla por la influencia ideológica en el seno de las poblaciones salidas de la inmigración es de una importancia mucho más fundamental que un resultado electoral, por satisfactorio que sea.
La izquierda radical, de una parte y de otra del canal de la Mancha, debe volver a una actitud conforme al marxismo del que se reivindica. A falta de ello, la influencia de los integristas sobre las poblaciones musulmanas puede llegar a un nivel del que será muy difícil hacerla retroceder. El foso entre estas poblaciones y el resto de los trabajadores y trabajadoras en Europa aumentaría por ello, cuando la tarea de reducirlo es una de las condiciones indispensables para sustituir el combate común contra el capitalismo al choque de las barbaries.
* Gilbert Achcar es politólogo. Profesor en la Universidad de París-VIII y el Centro Marc Bloch de Berlín. Entre sus últimos libros están: Le choc des barbaries (Complexe, 2002; 10/18, 2004) y L’Orient incandescent (Page deux, 2003). Una versión anterior de este artículo fue publicada en ContreTemps (París), n° 12, febrero 2005.
Traducción de Alberto Nadal para Viento Sur