7 diciembre, 2024

Una crisis devastadora en ciernes

Publicado originalmente en Against the Current No. 132, enero / febrero 2008
Sin Permiso, 27/01/08
Traducción de Gustavo Búster

Publicado originalmente en Against the Current No. 132, enero / febrero 2008
Sin Permiso, 27/01/08
Traducción de Gustavo Búster

La actual crisis podría convertirse en la más devastadora desde la Gran Depresión. Es la manifestación de un conjunto de hondos problemas irresueltos de la economía real que anduvieron durante décadas –literalmente– traspapelados, ocultos tras una montaña de deuda. Y expresa también una contracción financiera coyuntural de una gravedad desconocida desde la II Guerra Mundial. La combinación de la debilidad subyacente de la acumulación de capital y el resquebrajamiento del sistema financiero es lo que hace que esta caída progresiva resulte tan inmanejable para las autoridades responsables, y su potencial destructivo, tan grave. La epidemia de hipotecas ejecutadas, embargos y casas abandonadas –con frecuencia después de haber sido despojadas de todo lo que queda de valor, incluido el cobre de los cables eléctricos– se abate sobre Detroit, en particular, y otras ciudades del medio oeste de EEUU.

El desastre humano que ello representa para cientos de miles de familias y sus comunidades puede ser la primera señal de lo que significa una crisis capitalista como ésta. Las fases alcistas históricas de los mercados financieros en los 80, 90 y 2000 –con sus transferencias sin precedentes de ingresos y activos hacia el uno por ciento más rico de la población– han distraído la atención del progresivo debilitamiento real a largo plazo de las economías capitalistas avanzadas. Todos los indicadores económicos de EEUU, Europa occidental y Japón –crecimiento, inversión, empleo, salarios– han ido deteriorándose desde 1973, década tras década, y ciclo económico tras ciclo económico.

Estos últimos años, desde el comienzo del actual ciclo en 2001, han sido los peores. El crecimiento del PIB de EEUU ha sido el más bajo en comparación con cualquier otro período desde finales de los años 40, mientras que los incrementos en nuevas plantas y equipamiento productivo y en creación de empleo han sido, respectivamente, un tercio y dos tercios inferiores a las medias de posguerra. El salario por hora real para los trabajadores productivos directos sin tareas de supervisión, que representan el 80% de la fuerza de trabajo, se ha mantenido en buena parte congelado en sus niveles de 1979.

El desarrollo económico tampoco ha sido significativamente más robusto en Europa occidental o Japón. Este declive del dinamismo económico del mundo capitalista avanzado hunde sus raíces en una caída sustancial de los beneficios, cuya causa primaria es una tendencia crónica a la sobreproducción en el sector manufacturero industrial a escala mundial que se remonta a finales de los años 60 y comienzos de los 70. La tasa de beneficio en la economía privada todavía no se ha recuperado en la primera década de este siglo, y sus niveles en la fase alcista del ciclo en los años 90 no llegaron a superar los de los años 70.

La reducción de beneficios hace que las empresas tengan menor capacidad de inversión en sus plantas y equipos y menores incentivos para expandirse. Esta reducción de rentabilidad, crónica desde los años 70, ha provocado una caída sostenida de la proporción representada de las inversiones en el conjunto del PIB en el grueso de las economías capitalistas avanzadas, así como progresivas reducciones en el crecimiento de la producción, de los medios de producción y del empleo.

El largo declive en la acumulación de capital, así como el represamiento de los salarios por parte de las empresas, a fin de restaurar sus tasas de beneficio, y los recortes presupuestarios del gasto social por parte de los gobiernos, a fin de sostener los beneficios capitalistas, han acabado por provocar una caída del crecimiento de las inversiones, del consumo y de la demanda pública que afecta al crecimiento de la demanda en su conjunto. La debilidad de la demanda agregada, que es en última instancia la consecuencia de la caída de los beneficios, constituye desde hace mucho tiempo el principal obstáculo para el crecimiento en las economías capitalistas avanzadas.

Para contrarrestar la persistente debilidad de la demanda agregada, los gobiernos, encabezados por el de EEUU, no han encontrado otra solución que comprometer volúmenes cada vez mayores de deuda, en formas cada vez mas variadas y barrocas, para mantener la economía en funcionamiento. Inicialmente, en los años 70 y 80, los Estados se vieron obligados a incurrir en déficit presupuestarios cada vez mayores, a fin de mantener las tasas de crecimiento. Pero aunque esos déficit públicos lograron generar cierta estabilidad económica, sus efectos fueron decrecientes, volviendo a la situación de estancamiento. Por utilizar la jerga de la época, los gobiernos lograban cada vez menos por la pasta invertida, es decir, cada vez obtenían menos crecimiento del PIB con cada aumento de la deuda pública.

Del ajuste presupuestario a la política de la burbuja económica

Así pues, a comienzos de los años 90, tanto en EEUU, bajo la dirección de Bill Clinton, Robert Rubin y Alan Greespan, como en Europa, los gobiernos giraron a la derecha: trataron de superar el estancamiento económico buscando el equilibrio presupuestario con una orientación neoliberal (privatizaciones y recorte del gasto social). Y aunque no suele destacarse en las descripciones de ese período, el hecho es que ese giro radical acabó con un culatazo espectacular.

Dado que la rentabilidad del capital seguía sin recuperarse, los recortes del déficit público logrados con el equilibrio presupuestario tuvieron un duro impacto negativo en la demanda agregada, provocando que Europa y Japón sufrieran recesiones devastadoras –las peores de la posguerra– en la primera mitad de los años 90, y que la economía de EE UU experimentara la llamada recuperación sin empleo. Desde mediados de los años 90, EEUU se ha visto por ende obligado a hacer uso de formas más y más vigorosas y peligrosas de estímulo para contrarrestar la tendencia al estancamiento económico. En concreto, ha sustituido el déficit público tradicional keynesiano por el déficit privado y la inflación de activos, en lo que bien podría calificarse como keynesianismo de los precios o, simplemente, doctrina político–económica de la burbuja.

Las empresas y los hogares más pudientes vieron cómo sus activos en papel se multiplicaban en el gran ciclo alcista de las bolsas de los años 90. Lo que les permitió embarcarse en un crecimiento sin precedentes de la deuda privada y, apoyados en ella, mantener una vigorosa expansión de la inversión y del consumo. El llamado boom de la Nueva Economía fue la expresión directa de la histórica burbuja de los precios de las acciones de 1995–2000. Pero, puesto que el valor de las acciones y los activos financieros creció a redropelo de la caída de la tasa de beneficio y puesto que las nuevas inversiones agravaron la sobrecapacidad de producción industrial, siguió rápidamente una crisis de las bolsas y la recesión de 2000–2001, con mengua de la rentabilidad del capital en los sectores no financieros hasta alcanzar sus niveles más bajos desde 1980.

Impertérritos, Greenspan y la Reserva Federal, con el concurso de otros bancos centrales, se enfrentaron a la nueva depresión cíclica de la economía con una nueva ronda inflacionista de los valores bursátiles, situándonos en lo esencial en la situación en que ahora nos hallamos. Al rebajar los intereses reales a corto plazo hasta cero durante tres años, coadyuvaron a una explosión histórica sin precedentes del endeudamiento de los hogares, el cual, a su vez, contribuyó a alimentar el crecimiento exponencial de los precios de la vivienda y el valor de los activos de los hogares.

Según The Economist, la burbuja inmobiliaria internacional entre 2000 y 2005 ha sido la mayor de todos los tiempos, superando incluso a la de 1929. Y ha hecho posible un crecimiento continuado del consumo y la inversión inmobiliaria, que alimentaron a su vez la expansión. El consumo individual y la construcción de vivienda han representado entre el 90 y el 100% del crecimiento del PIB de EE UU en los primeros cinco años del actual ciclo económico. Durante el mismo período, según la página web Moody´s Economy.com, el sector de la vivienda fue, él solo, responsable de casi el 50% del crecimiento de un PIB que alcanzó el 2,3%, en vez del 1,6% en que se habría quedado sin esa contribución.

De esta manera, y en paralelo a los déficit presupuestarios «reaganianos» de la administración de Bush hijo, el crecimiento sin precedentes de la deuda privada de los hogares consiguió disimular la gran debilidad inherente a la recuperación económica en curso. El crecimiento de la demanda de consumo financiada gracias a la deuda privada, y en general, a un crédito archibarato, no solo revitalizaron la economía de EEUU, sino que, al impulsar un nuevo crecimiento de las importaciones y del déficit de la balanza por cuenta corriente (balanza de transferencias y comercio) hasta batir un nuevo récord, dieron fuelle a lo que parecía una impresionante expansión económica global.

Una ofensiva empresarial brutal

Pero si los consumidores contribuyeron en la parte que les había tocado en suerte, no se puede decir lo mismo de las empresas privadas, a pesar del histórico estímulo económico del que disfrutaron. Greenspan y la Reserva Federal habían inflado la burbuja inmobiliaria con el propósito de dar tiempo a las empresas para reducir sus excedentes de capital improductivos y recuperar la inversión. Sin embargo, dando absoluta primacía a la recuperación de sus tasas de beneficio, lo que hicieron las empresas fue desencadenar una brutal ofensiva contra los trabajadores. Aceleraron el crecimiento de la productividad, no mediante la inversión en nuevas plantas y equipos, sino recortando radicalmente el volumen de empleo y obligando a los trabajadores que mantenían en nómina a hacer no sólo su trabajo, sino también el de los despedidos. Al congelar los salarios, al mismo tiempo que arrancaban más producción per capita, lograron apropiarse, en forma de beneficios, de una enorme parte –sin precedentes históricos, por su magnitud– del crecimiento experimentado por el PIB en el sector no financiero.

Durante esta expansión, las empresas no financieras habían aumentado sus tasas de beneficios de manera importante, pero, aun así, sin llegar a alcanzar los ya reducidos niveles de los años 90. Además, en la medida en que el crecimiento de la tasa de beneficio se obtuvo simplemente mediante un aumento de la tasa de explotación –haciendo que los obreros trabajasen más, y pagándoles menos por hora trabajada–, caben dudas sobre su perdurabilidad. Pero lo que importa, sobre todo, es esto: al mejorar la rentabilidad del capital frenando al mismo tiempo la creación de empleo, poniendo brida a la inversión y conteniendo los salarios, las empresas de EEUU han represado el crecimiento de la demanda agregada, reduciendo, por lo mismo, sus propios incentivos para crecer.

Paralelamente, en vez de incrementar la inversión, la productividad y el empleo, a fin de incrementar los beneficios, lo que han buscado las empresas ha sido el modo de sacar provecho del precio inusualmente bajo de los créditos para mejorar su propia posición y la de sus accionistas a través de la manipulación financiera: pagando deudas, repartiendo dividendos y comprando sus propias acciones con el propósito de hacer subir su valor, particularmente mediante una gigantesca ola de fusiones y adquisiciones. En los EEUU de los últimos cuatro o cinco años, el reparto de dividendos y la recompra de acciones como participación en las utilidades acumuladas han alcanzado los niveles más altos de todo el período de posguerra. Lo mismo ha ocurrido en la entera economía mundial, en Europa, Japón y Corea.

El estallido de la burbuja

En definitiva, la cuestión es que, desde 2000, en EEUU y en todo el mundo capitalista avanzado, hemos sido testigos del crecimiento más débil de la economía real desde el final de la II Guerra Mundial en paralelo con la mayor expansión de la economía financiera o virtual de toda la historia de EEUU. No hace falta ser marxista para darse cuenta de que esto no puede durar.

Como es natural, de la misma manera que la burbuja bursátil de los años 90 reventó, la burbuja inmobiliaria ha estallado. Y como consecuencia, ahora presenciamos en la moviola al revés la película de la expansión económica protagonizada por el ladrillo del ciclo alcista. Los precios de las casas han caído ya un 5% desde su nivel más alto en 2005. Pero es sólo el comienzo. Moody´s estima que para cuando la burbuja inmobiliaria se haya deshinchado por completo a comienzos del 2009, los precios de las casas se habrán desplomado un 20% en términos nominales –más aun en términos reales–, en lo que será la mayor caída de la historia de los EE UU de posguerra.

Así como el efecto positivo de riqueza de la burbuja inmobiliaria empujó a la economía, el efecto negativo de su estallido la frena. Como el valor de sus casas disminuye, los hogares no pueden utilizarlas como si fueran cajeros automáticos, su capacidad de endeudamiento se colapsa y tienen que consumir menos.

El peligro implícito es que, al no ser ya capaces de «ahorrar» de manera putativa gracias al aumento del valor de sus viviendas, los hogares en EEUU comiencen a hacerlo de verdad, incrementando una tasa de ahorro personal que se halla actualmente en el nivel más bajo de la historia y reduciendo sustancialmente el consumo. Comprendiendo cabalmente cómo puede afectar el fin de la burbuja inmobiliaria al poder adquisitivo de los consumidores, las empresas han comenzado a reducir sus ofertas de empleo, con el resultado de que éste ha caído de manera significativa desde comienzos del 2007.

Debido a la crisis inmobiliaria cada vez más grave y a la desaceleración del empleo, ya en la segunda mitad de 2007 el crecimiento de las rentas totales reales de los hogares, que habían aumentado a una tasa anual aproximada del 4,4% en 2005 y 2006, se ha situado casi en cero. En otras palabras, si se suma el ingreso disponible real de los hogares, los préstamos obtenidos por la refinanciación de las hipotecas, los préstamos al consumo y sus rentas de capital, el resultado es que el dinero del que pueden disponer los hogares para gastar ha dejado de crecer. Mucho antes de que la crisis financiera estallará en verano, la expansión había dado ya sus últimos pasos.

La debacle de las hipotecas de riesgo subprime, consecuencia directa de la burbuja inmobiliaria, ha venido a complicar mucho el declive económico, haciéndolo extremadamente peligrosa. La discusión de los mecanismos que ligan avalancha de préstamos hipotecarios de alto riesgo, embargos masivos de casas, colapso de un mercado de bonos fundado en hipotecas subprime y crisis de los grandes bancos que han atesorado entre sus activos enormes cantidades de esos bonos, exige tratamiento aparte y es imposible de abordar aquí.

Solo se puede decir, a modo de conclusión, que, puesto que las pérdidas de los bancos son tan reales –desapoderadas ya, y con tendencia a hacerse mucho más grandes, a medida que empeore la desaceleración–, la economía se enfrenta a una perspectiva desconocida en todo el período de posguerra, y es a saber: la de una congelación del crédito en el momento mismo en que se desliza hacia una recesión. Y, a la hora de prevenir eso, los gobiernos se hallan ante dificultades sin precedentes.

(*) Robert Brenner, miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso, es director del Center for Social Theory and Comparative History en la Universidad de California–Los Ángeles. Es autor de “The Boom and the Bubble” (Verso, Londres, 2002), un libro imprescindible para entender la historia económica del último medio siglo, el origen de la llamada «globalización» y la situación presente. (Hay traducción de una primera versión, publicada en Chile con el título “Turbulencias en la Economía Mundial”–Lom, Santiago, 1999–, desgraciadamente vertida a un castellano prácticamente ilegible.)

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