13 octubre, 2024

El porvenir de una ilusión

Hace muchos años le preguntaron a Werner Sombart por qué, en su criterio, no había socialismo en los Estados Unidos. Y su respuesta, si bien dio para un libro que se llama precisamente: Porque no hay socialismo en los Estados Unidos, pudiera sin embargo resumirse en una sólo frase: no lo hay porque, sencillamente, “no existe socialismo que resista una dieta diaria de carne de vaca y pie de manzana.”

Lenin II Congreso Internacional Comunista

Por: Luis Salas Rodríguez

Hace muchos años le preguntaron a Werner Sombart por qué, en su criterio, no había socialismo en los Estados Unidos. Y su respuesta, si bien dio para un libro que se llama precisamente: Porque no hay socialismo en los Estados Unidos, pudiera sin embargo resumirse en una sólo frase: no lo hay porque, sencillamente, “no existe socialismo que resista una dieta diaria de carne de vaca y pie de manzana.”

El planteamiento de Sombart era bastante simple: además de no existir en los Estados Unidos un viejo régimen sobre el cual hiciera caldo el conservadurismo tradicionalista, lo cual habría extemado las posiciones, a la vez se daba una situación particular de movilidad social caracterizada no por una ascenso de statu o clase sino más bien por un desplazamiento geográfico hacia el oeste que servía como línea de fuga (el famoso go west!), que posteriormente podía de hecho significar dicha ascenso (y muchas veces lo hacía), cuando ese individuo anteriormente proletario se convertía en propietario que a su vez se servía de otros nuevos proletarios y así sucesivamente. Así las cosas, incluso en el caso de que las condiciones de explotación en los Estados Unidos no tenían mucho que envidiarles a las Europeas, el asunto es que la ida al oeste implicaba, en primer lugar, una descompresión del conflicto que impedía la acumulación de malestar necesaria como para que surgiera un movimiento obrero lo suficientemente fuerte como para implicar una revuelta socialista, y en segundo lugar, generaba una ascenso en la escala social donde era posible efectivamente (en comparación con la realidad europea al menos), que un obrero terminara convertido en un gran capitalista: no en vano se le llama desde entonces a los Estados Unidos la “tierra de las oportunidades”, mito del cual surgió posteriormente el más conocido “sueño americano”.

En la unión singular de estos dos procesos centra Sombart el secreto de porqué era difícil por no decir imposible la emergencia del socialismo en los Estados Unidos. La ausencia de las rígidas estructuras jerárquicas y aristocráticas propias de la sociedad feudal europea, habrían hecho de los Estados Unidos una sociedad “eminentemente burguesa” y propensa –al menos desde el punto de vista formal y legal– a un “igualitarismo democratizante que tiene como base primera e irrenunciable el principio del individualismo”. Nobleza, clero o campesinado resultaban entonces categorías de análisis inviables según Sombart para el contexto americano: un contexto de mayor movilidad social en el que lo individual siempre se privilegia sobre lo colectivo. El trabajador americano, haciendo gala de una particular mezcla de optimismo ilimitado, individualismo radical y patriotismo mesiánico, se convierte en el análisis de Sombart en un cómplice del régimen capitalista hasta el punto de que se le considera la propia base del sistema, su “fuerza motriz”. En este contexto, concluye Sombart, cualquier apelación al sentimiento de clase se torna estéril, por lo que, en última instancia, cualquier referencia a la misión revolucionaria del proletariado carece de todo sentido.

Pero por supuesto el asunto era un poco más complejo que esto. A las causas antes indicadas, Sombart añadía otras como la violencia del sistema político y la corrupción del bipartidismo norteamericano que desde el principio se caracterizó por comprar a las dirigencias sindicales, pero también el hecho de que las condiciones de vida del trabajador norteamericano, pese a no ser ideales, estaban en promedio por encima a la de los europeos, quienes por otro lado contaban con un mayor espíritu de comunidad y por tanto de lo colectivo. En resumen, es un poco como lo que se suele responder más o menos cliseteramente a la pregunta de por qué no existe (o existía) fútbol en los Estados Unidos y sí en cambio es tan popular el béisbol: el futbol es un juego donde mal que bien siempre son once jugando en colectivo, mientras que en el béisbol los jugadores mantienen entre ellos una relación individual muy similar a la que sostienen los “estados de la unión”: estamos juntos pero cada quien concentrado en lo suyo, juntos pero no revueltos.

Independientemente de las omisiones, lagunas y varias otras cosas que pudieran decirse del análisis de Sombart, su importancia es mucha especialmente si se pone en relación con otro tema que surgirá un poco más tarde (su análisis de es 1906): el de la Revolución Rusa. Como sabemos, el enigma del socialismo en Rusia será el inverso del planteado a Sombart, pues en Rusia sí se dio una revolución socialista pese a que no estaban dadas las “condiciones objetivas” para ello. Y es que, como también sabemos, según el enfoque tradicional los Estados Unidos se suponía que era junto a Alemania el país con las mejores condiciones objetivas para el desarrollo socialista, pues era donde un mayor desarrollo capitalista como precondición se había efectuado. Así las cosas, no solo pasó que no hubo socialismo donde se suponía que existían los ingredientes necesarios para ello, sino que lo hubo donde no existía prácticamente ninguno, todo lo cual ha alimentado un largo debate sobre las condiciones necesarias del socialismo que todavía hoy, claro está, sigue sin resolverse.

Es aquí donde hay que considerar pero en sentido inverso lo que decía Sombart sobre los Estados Unidos. Pues lo que sí existía en Rusia y no en los Estados Unidos era un viejo régimen bastante tradicionalista que limitaba la movilidad y el ascenso sociales, pero además de ello unas condiciones de pauperización mucho peores, un sentido de comunidad y una politización bastante fuertes de la cual resultaron los bolcheviques, algo similar a lo que ocurrirá después en China, en Cuba y en Vietnam. Esto no quiere decir, obviamente, que la respuesta al enigma de las condiciones necesarias sea la coincidencia entre lo objetivo y lo subjetivo o las tesis foquistas de la sola suficiencia de las condiciones subjetivas. Pero sí plantea (entre muchos otros) un debate con respecto al por lo general subestimado y sobreentendido tema de las “condiciones de vida” y la movilidad social de las clases trabajadoras y la gente en general, así como del papel de ello en la construcción del socialismo.

Ciertamente, es muy simplista decir que a mayor pauperización mayores son las posibilidades de un revolución socialista. Lo es, pero sin embargo, suele establecerse un silogismo espontáneo entre una y otra situación a pesar de que existen cientos de ejemplos históricos de lo contrario, es decir, donde no sólo no pasa nada o donde más bien se generan procesos sociales retrógrados. Pero por otra parte, también ocurre que lo contrario es igualmente cierto, o sea, que a mejores condiciones de vida menores son las posibilidades de que dicha revolución ocurra, tal y como lo entendieron muy tempranamente los europeos y un poco más tarde los gringos. En este sentido, ciertamente, más que el fuego de las bayonetas y la represión (que la hubo y mucha), históricamente la noche de los proletarios empezó siendo estos menos vencidos en la lucha de clases que por la generalización del salario y la mejora de las condiciones de vida, en el sentido que el conflicto vertical de clases se desplazó horizontalmente a una situación en la cual los obreros siguieron ocupando la parte inferior de la escala social pero, eventual y gradualmente, podían elevarse en la medida que se diera un crecimiento y el Estado ampliara sus servicios y protecciones. Fue aquí entonces cuando lareivindicación se impuso sobre la revolución, cuando la igualdad como práctica cedió su lugar a lademanda, la organización política al corporativismo gremial y en no pocos casos la clase trabajadora como tal pasó de ser el sujeto revolucionario de la historia a una especie de aristocracia de los pobres: ser asalariado como tal se convirtió en un privilegio, que acercaba a sus miembros idealmente a sus patrones en la medida que los diferenciaba más del resto (el ilegal, el inmigrante, el lumpen) en una situación tensa con estallidos ocasionales cuando dichos privilegios se vieran afectados. Como hoy sabemos, los europeos terminaron llamando a esto “estado de bienestar”, los gringos “fordismo keynesianismo” mientras que por nuestros tristes trópicos lo conocimos como “desarrollismo”.

Todo esto viene a propósito por supuesto de la situación que atraviesa actualmente el país, esa que todos coinciden en denominar “crisis” aunque cada quien, según el lugar que ocupa, intereses y gustos suele explicar de un modo o de otro: la derecha culpa al gobierno y su ineficiencia, el chavismo devuelve la bola culpando al capitalismo y la conspiración. En el trasfondo de esta discusión, hay por su puesto un bloque de fuerzas políticas y sociales que, sin reparar además en los estragos sociales que sus refinadas recetas están causando a nivel internacional, propugnan por un retorno a un modelo de país que ya demostró su más completo fracaso. A estos son los que por lo general se refiere el gobierno como “conspiradores”, saco donde además suele meter a los aprovechadores que especulan de buena gana y que sí, ciertamente, en la mayoría de los casos, resultan ser los mismos. Sin embargo, tan peligroso como volver a las garras de los Petkoff, Guerras y compañía, resulta que el gobierno se siga dejando enredar en esa necedad y opte por mantener la discusión en un mero problema de recaudación fiscal, maniobras especulativas y en última instancia de poder adquisitivo de la población (con todo lo importante que esto pueda ser desde luego), en vez de derivarla sobre el problema más importante, real y determinante que es precisamente el del modelo de desarrollo asociado a su proyecto político “socialista”.

Aunque sea trillado decirlo el asunto está me parece en saber diferenciar entre lo que son los síntomas de la enfermedad y la enfermedad misma, pues así nos evitamos no sólo el tomar consecuencias por causas sino en aplicar “correctivos” que agraven más lo que queremos curar. El tema inflacionario como el del tipo de cambio representan en este sentido ejemplos comunes de hacer pasar síntomas por causas. No es que no se deban tomar medidas contra la inflación, que no se justifique el control cambiario o que no se deba combatir el mercado negro de divisas como se está haciendo (lo cual tenía que haberse hecho mucho antes), sino que en la medida en que se tomen estos como problemas en sí mismos estamos invirtiendo el orden de cosas y por tanto, como ya dijimos, podríamos estar demorando e incluso imposibilitando sus soluciones.

Veamos el caso de la inflación y el tipo de cambio: la derecha dice, palabras más o menos, que el problema de la inflación resulta de la escasa oferta de dólares, es decir, no hay suficientes para satisfacer la demanda en las distintas operaciones en las cuales se ve involucrado. Esto trae como consecuencia que los precios aumenten pues los dólares se vuelven un bien escaso, pero además porque los especuladores hacen su agosto. En esta medida, si el gobierno elimina el control de cambio, dicen, no resolverá el problema pues sigue teniendo e incluso complicará el de no contar con suficiente oferta de dólares, pero si lo sigue manteniendo o lo pone más estricto tampoco, pues la especulación será mayor y los costos productivos aumentarán desplazándose al consumidor vía precios y/o escasez de productos. ¿La solución?: habría que liberar el tipo de cambio, dejar que se ajuste el precio a su equilibrio de mercado (se devalúe), reducir el gasto público y salir en búsqueda de inversiones y deuda. Además de ello habría que hace reformas productivas, crear “incentivos” para los empresarios, abrir la economía, y todo lo demás que ya sabemos.

Pero, ¿qué dice a todas estas el gobierno? Dejando de lado la retórica sobre la conspiración del capitalismo internacional, las posturas más coherentes van por el lado de la revisión de las estructuras de gastos (en lo referido a la inflación) y controlar la demanda de dólares. El razonamiento en esta caso parece ser que existe inflación porque las roscas especulativas inflan los precios artificialmente, pero además porque los especuladores coadyuvan en esto a través del mercado negro de divisas. Ayer el presidente Chávez avanzó un poco más cuando se refirió al tema de las importaciones y el incremento del consumo de las clases populares, lo cual trae como consecuencia que la producción nacional no se de abasto y tenga por tanto que recurrirse a la importación de productos para satisfacer esa demanda creciente. La solución en este caso desde luego entonces es hacer más efectivo el control de cambios, luchar contra la especulación bancaria, reducir las estructuras de costos y acabar con las roscas, todo lo cual es bastante lógico y necesario pero lamentablemente no termina por apuntar al asunto del meollo, como diría Rosales.

El problema que yo veo y por el cual el gobierno pareciera estar actuando con tanta cautela, por decirlo elegántemente, es que en este punto inevitablemente tendrá que terminar tomando una decisión que no es de política económica sino de economía política, poniendo el acento bien grande por lo demás en el último de los términos. Pues para decirlo con los conocidos términos trostkistas, las promesa de su “programa máximo” (el socialismo) seguirán chocando con los tropiezos de su “programa mínimo” (el modelo desarrollista petrolero actual) en la medida en que éste tiene que verse con la impasible realidad del funcionamiento del capitalismo realmente existente en Venezuela. Así las cosas, tarde o temprano, tendrá o bien que asimilar los dictámenes de los paladines del libre mercado que ven en la actual crisis su oportunidad de regresar, o bien tendrá que avanzar definitivamente en la construcción de otra la vía, porque lo que no va a pasar (incluso en el caso de un eventual aumento de los precios del petróleo que solo desplazaría un poco más en el tiempo el asunto) es que pueda seguir manteniendo la política de igualdad social a través de la elevación del poder adquisitivo de la gente financiado con renta, todo como resultado de aquello que todos los desarrollistas muy a su pesar (y con la excepción de Giordani parece) descubrieron en su tercera edad: que el capitalismo rentístico no es una forma “perversa” o “chimba” de funcionar de un virtuoso capitalismo industrial y productivo considerado como tipo ideal, sino que es la forma normal que tiene de hacerlo en situaciones periféricas como las nuestras, por lo que enderezarlo no resulta más que una ilusión muy peligrosa, por más que se quiera convertir el plomo pequeño burgués en el oro de la burguesía nacionalista y progresista.

La cosa está, y con esto volvemos al tema inicial de las condiciones, en saber si el gobierno, habiendo retrocedido en su iniciativa avasallante de antaño, tiene la fuerza para hacerlo ahora. Hace tres años por ejemplo, incluso todavía hace un año atrás, hubiese podido hacerlo en mejores condiciones, pues la muy buena situación económica permitía seguir elevando el poder adquisitivo de la gente y sus condiciones de vida (que se hizo) a la vez de reestructurar el aparato productivo. Por qué no lo hizo prefiriendo en cambio optar por un socialismo petrolero que parecía garantizar (hasta que se desinfló la burbuja que los sostenía) los sueños de igualdad sin pasar por la difícil situación de cambiar la estructura productiva del país es otra discusión en sí misma (miles de razones habrán al respecto, de las cuales, por cierto, no todas son responsabilidad del gobierno sino también de las fuerzas políticas que lo acompañan, en especial los sindicatos). Pero ahora que la gente se acostumbró a un estilo de vida mucho mejor (su sombartiana dieta diaria de pie de manzana y carne) es más difícil pues tiene qué perder sin contar que cada vez más aumenta el número de personas (y votantes) que no tienen como referencia la decadencia cuartorepublicana para comparar de dónde venimos.

Esto último se traduce en que las exigencias con el gobierno sean mucho mayores que antes. No sólo la oposición pide aumento de sueldos sino los propios partidarios e incluso la izquierda gremial que se supone más “preclara”. Como se ha demostrado hasta el cansancio, aumentar los salarios no sólo no soluciona nada sino que incluso agrava el problema, pero combatir la escasez y la inflación con importaciones tampoco pues lo complica la capacidad de financiamiento. ¿Qué hacer entonces? Me parece que lo primero que se puede hacer es no desesperarse y, aunque a muchos nueva izquierda no les gusté, aprender de la grandeza de los bolcheviques y en general de los viejos revolucionarios: en el punto del desencanto, cuando las cosas y situaciones pueden llegar a ser complicadas en grado máximo, ni se retiraron ni se rindieron ni lo pensaron mejor, sino que persistieron. En segundo lugar, creo que no se puede seguir manejando el asunto burocráticamente, es decir, apelando a la (muy necesaria como escasa por lo demás) capacidad u honestidad de los funcionarios encargados, sino que hay que movilizar a la gente no tan sólo en defensa de los precios sino en la construcción de un nuevo orden de cosas. ¿No se supone que fórmula ganadora no se cambia? ¿Por qué lo que funcionó para lo que parecía imposible: acabar con la meritocracia pdveca y desmontar un golpe de estado, no serviría para democratizar la propiedad y garantizar un orden productivo realmente inclusivo?

En definitiva, antes de cualquier medida económica necesaria pero por último paliativa, lo que se requiere es una movilización general no en defensa del gobierno, sino del proyecto que este todavía supone. Sólo así se podrá hacer lo que hay que hacer: salir de la triste y fatal alternativa entre un orden excluyente en grado máximo y otro bien intencionado pero ilusorio e insustentable, cuyo lamentable producto final es la restauración del primero con la colaboración muchas veces o al menos el consentimiento de quienes fueron sus principales beneficiados.

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