¿Una ciencia neoliberal para la transformación social?
Quiero aclarar que durante años he venido trabajando dentro de la antropología cognitiva en pro de una concepción pluralista e intercultural de las diferentes formas de conocimiento, cuya denominación estandarizada es etnociencia; la cual a su vez presenta sus lógicas variantes según cada autor o equipo de investigadores. Por falta de espacio me limito a corroborar que para nosotros el saber popular y el propio de los pueblos no occidentales constituye una suerte de ciencia alternativa frente a la noción clásica de ciencia, enarbolada especialmente por el cientificismo positivista y eurocéntrico. De este modo nadie me podría acusar de conservadurismo académico cuando se exploran nuevas vías encaminadas a la obtención de formas inéditas y revolucionarias de saber, en beneficio de las sociedades en proceso de transformación. Mas igualmente me siento obligado a señalar que a lo largo de mis escritos y conferencias sobre la materia –a menudo ante asociaciones de científicos “duros”– siempre he sustentado mi punto de vista con pleno respeto por la historia de la ciencia constituida y, lo que es más importante aún, a manera de contribución aditiva, sin intención de menoscabar lo ya existente.
Quiero aclarar que durante años he venido trabajando dentro de la antropología cognitiva en pro de una concepción pluralista e intercultural de las diferentes formas de conocimiento, cuya denominación estandarizada es etnociencia; la cual a su vez presenta sus lógicas variantes según cada autor o equipo de investigadores. Por falta de espacio me limito a corroborar que para nosotros el saber popular y el propio de los pueblos no occidentales constituye una suerte de ciencia alternativa frente a la noción clásica de ciencia, enarbolada especialmente por el cientificismo positivista y eurocéntrico. De este modo nadie me podría acusar de conservadurismo académico cuando se exploran nuevas vías encaminadas a la obtención de formas inéditas y revolucionarias de saber, en beneficio de las sociedades en proceso de transformación. Mas igualmente me siento obligado a señalar que a lo largo de mis escritos y conferencias sobre la materia –a menudo ante asociaciones de científicos “duros”– siempre he sustentado mi punto de vista con pleno respeto por la historia de la ciencia constituida y, lo que es más importante aún, a manera de contribución aditiva, sin intención de menoscabar lo ya existente.
Es por esta razón por la que me consterna enterarme de que la nueva Reforma a la Ley Orgánica de Ciencia, Tecnología e Innovación arremete agresivamente contra lo que sus autores consideran conocimiento socialmente no pertinente, es decir elitesco, cuasi-contrarrevolucionario. Convalidan tan solo la ciencia aplicada, y dentro de ella la que cubre ciertas áreas unilateralmente definidas como prioritarias, pero que más convendría llamar apriorísticas por su falta de sustentación. Para dar un ejemplo, mi especialidad de antropólogo-lingüista caería fuera de dicha perspectiva, y los trabajos que mis colegas y yo hemos realizado durante largos años en comunidades indígenas y tradicionales no serían dignas de apoyo: en consecuencia, somos vistos como unos inútiles sociales. Esto suena gravísimo ante la mera confrontación de tales ideas con la Constitución Bolivariana, que privilegia temas como la identidad nacional, pueblos y culturas indígenas, saberes e idiomas autóctonos, y tantas cosas hermosas que adornan nuestra actual Carta Magna. En su lugar se plantea un rancio recurso-humanismo copiado al carbón de los modelos científico-académicos típicamente neoliberales que están recorriendo el mundo entero: todo lo contrario al sentido más elemental de lo que es una aspiración revolucionaria.
Me parece más grave aún que estemos ante una propuesta que minimiza a la figura del investigador científico, al enfocar en forma deliberada el producto final de su labor como lo único válido, digno de atención y eventualmente de retribución. Cosificar al ser humano para evaluarlo en función de sus obras es claramente incompatible con el pensamiento progresista y revolucionario; hasta el estalinismo más intolerante premiaba al llamado obrero o trabajador “stajanovista” por su productividad e innovaciones, quien a la vez era promovido a la categoría de héroe de la patria y de la revolución. La Reforma actual, en cambio, suprime de un plumazo el presuntamente inadecuado sistema del PPI, el cual –con todas sus posibles y reales imperfecciones– le concedía amplísimo valor a la formación y crecimiento de cada investigador, su desempeño curricular, su obra hecha y en proceso de elaboración. De esta manera propiciaba la conformación y desarrollo de una comunidad de científicos y tecnólogos representativos ante la sociedad nacional e incluso internacional, dada la calidad y volumen de sus aportes a una serie de disciplinas tanto básicas como aplicadas.
Despejemos una objeción defendible frente a estos argumentos. Admitamos que el Estado propicie convocatorias específicas para profundizar ciertas áreas de particular importancia para sus políticas, tales como cambio climático y vivienda, según la Reforma aprobada. Inaceptable es, sin embargo, desentendernos –dentro del más ortodoxo neoliberalismo globalizante de ultraderecha– de la formación permanente, crítica y autónoma de creadores y creadoras de ciencia y tecnología en sus múltiples aspectos y orientaciones. Si no se debate en colectivo una rectificación a tiempo, los entes oficiales mostrarían con sus decisiones una nociva agnostofilia, vale decir, amor y aprecio a la falta de conocimientos, o a la ignorancia si osamos emplear un lenguaje más crudo y directo.