El estado de excepción y la política de los hechos consumados
Si algo ha internalizado la izquierda durante todos estos años y, especialmente, después de la caída del “socialismo real”, ha sido sin duda el problema de la violencia. Es como sabemos todo un tópico de la izquierda renovada, nueva, postmarxista, democrática, libertaria o como diga llamarse. De hecho, en cierta medida es su único tópico: pues todas sus reflexiones adicionales tienen que ver de fondo con el problema de la violencia, “real” o “simbólica”.
Por: Luis Salas Rodríguez
Si algo ha internalizado la izquierda durante todos estos años y, especialmente, después de la caída del “socialismo real”, ha sido sin duda el problema de la violencia. Es como sabemos todo un tópico de la izquierda renovada, nueva, postmarxista, democrática, libertaria o como diga llamarse. De hecho, en cierta medida es su único tópico: pues todas sus reflexiones adicionales tienen que ver de fondo con el problema de la violencia, “real” o “simbólica”.
Así las cosa, por ejemplo, el tema de la propiedad privada es en el fondo el problema de su abolición. El problema del partido es el de la imposición. La crítica del marxismo – leninismo, por su parte, no representa tanto un cuestionamiento de sus fundamentos sino de su aplicación. Y en el caso del estalinismo es exactamente lo mismo sólo que magnificado. De ahí en más, todo un conjunto de figuras, procesos o conceptos han sido puestos en revisión y por lo general desechados no tanto por su viabilidad o no, sino porque de una u otra forma suponen el ejercicio de la violencia: la dictadura del proletariado, el comunismo, la justicia popular, la revolución cultural e incluso, como sabemos, el Fidel tardío y menos romántico para el imaginario izquierdista típico (es decir, el estadista pragmático en oposición al guerrillero heroico). Esta nueva izquierda incluso se acostumbró a utilizar la etiqueta de “jacobina” para referirse peyorativamente de las tendencias “dogmáticas” que defendían o aún defienden estas consignas. Se trata de tomar distancia con respecto a un pasado que la atormenta, de alejarse y desmarcarse lo más posible de toda referencia al “terror” y al “totalitarismo” a los que de tan buena gana los asoció el liberalismo finisecular.
Si lo ponemos en términos representativos clásicos, pudiera decirse pues que toda esta historia resulta de querer invertir el conocido silogismo de Trostky: “para hacer al individuo sagrado debemos destruir el orden social que lo crucifica, y este problema sólo puede ser resuelto a sangre y fuego.” Bien sea por haber sufrido las consecuencias de ese intento (el trauma de la renovación chilena, por ejemplo, frente a la revancha pinochetista); bien sea por culpa o tan sólo por inconsistencia, toda la nueva izquierda se caracteriza, en el fondo y en la forma, por esto.
Pero lo más llamativo de toda esta historia es que, y contrario a lo que un sentido común muy arraigado hacer creer, lo inverso también ha ocurrido. Es decir, a medida que la izquierda ha venido históricamente tratando de desmarcarse de la violencia, la derecha, por su parte, la ha venido asimilando en sus prácticas cada vez más. De tal suerte, lo paradójico del asunto es que hoy en día es la izquierda no sólo la que defiende sino fundamentalmente la única que se cree los valores liberales; es, por así decirlo, el último avatar de la democracia liberal, la que todavía asume que entre ambos términos existe una relación natural: defiende los órdenes legales, el estado de derecho, respeta las constituciones, acata los pactos y convenciones internacionales, etc. Mientras tanto, especialmente en la medida en que las turbulencias globales arrecian, la derecha se aplica e demostrar lo contrario: que se trata tan sólo de una amalgama, que se puede (y debe) suspender las legalidades y cualquier tipo de formalidad política cuando la ocasión lo amerite.
El cobarde asalto israelí al barco de ayuda humanitaria es tan sólo la última confirmación de esto. No sólo en lo que respecta al calculado y agónico genocidio particular que lleva a cabo sobre la población palestina, sino de la situación actual en general en el mundo: Colombia, Irak, Afganistán, Haití, México. El trato que dispensa el gobierno chileno a los mapuches (encarcelamiento de menores de edad, allanamientos sin órdenes, militarización de comunidades, etc.) y a la disidencia en general también se inscribe en esta lógica, así como se inscriben las ya comunes e ignoradas masacres de indígenas en Perú. En una escala mucho más grande, el caso de la “lucha contra el terrorismo global” con sus guantánamos y correos transnacionales de prisioneros-rehenes, sus torturas, sus asesinatos selectivos, sus bombardeos indiscriminados y sus deportaciones, ¿no recuerda con sus métodos magnificados a la operación cóndor de los países del cono sur? ¿No es, en un plano distinto pero en el fondo igual, la situación de Grecia la de un estado de sitio económico que tiene como propósito aplicar el despojo necesario de la gente para recuperar la rentabilidad de los bancos? En este último caso, Grecia, y ahora España y dentro de poco Italia e Inglaterra, son en la actualidad versión país lo que ocurrió con Frances Telecom (y con muchas otras empresas, o lo que pasó en Argentina y en Venezuela en su momento) y sus suicidios en serie luego de la crisis de 2008: simplemente: no hay posibilidades de escoger, los costos se hacen recaer sobre los que están más abajo quienes deben garantizar con sus salarios que vuelvan los beneficios(“sacrificarse”), eso y no otra cosa son las famosas reestructuraciones de personal, lo que a escala país se llama ajuste.
Pero, ¿cómo ha ocurrido que mientras la izquierda trata de renegar de “su” pasado de terror la derecha cada vez luce más animada a convertirlo en su presente activo? Pues haciendo aparecer su violencia como mítica, en el sentido benjaminiano del término, es decir, como natural, como normal, esto es, no como parte de un desvío o exceso sino como resultado de un estado de cosas objetivo, dado y legítimo y por tanto sistémica. El truco en este caso sin embargo es que esta violencia sistémica y objetiva es además puesta como defensiva, es decir, como respuesta y no como agresión. Por eso se justifica que la muerte de un soldado israelí, por ejemplo, sea suficiente para desaparecer un poblado palestino. O que sea normal destrozar a un país para buscar a un solo hombre o acabar otro tras unas armas que nunca existieron. Poco importa si la gente se cree o no esa justificación: lo importante en última instancia es que funcione, o sea que, por la vía de los hechos consumados la asuman e internalicen, que la vean como algo inevitable y legítimo. De hecho, en la medida en que no las crean funciona mejor, pues esa es justamente la función del miedo y el terror. Pero también pasan que quienes las creen y justifican asumen este miedo y el terror que le critican a la izquierda como necesarios para defender sus intereses o creencia: por eso les parece perfectamente válido linchar a una campesina boliviana o matar un campesino en Venezuela. Y es que esta violencia mítica es invisible pues se sostiene sobre la base de un grado cero de normalidad que aparece como lo opuesto de que percibimos normalmente como violento: es, por así decirlo, la violencia inherente de la instauración del estado de cosas mismos, o como diría Marx a propósito de aquello que hace del trabajador un sujeto desnudo cuya única mercancía son sus brazos frente a otro que no debe trabajar para vivir: es parte de una mutilación previa, originaria, previamente establecida aunque se rehaga todos los días.
¿Puede seguir sosteniendo bajo este estado de cosas actuales la nueva izquierda sus discurso pacifista y no violento? ¿No es evidentemente funcional y colaboracionista su mantra antitotalitario con esta situación? ¿La por lo demás necesaria revisión de la izquierda puede seguir haciéndose sobre las coordenadas y el chantaje moral que para ello le impuso la derecha? En todo caso, mientras sigue encerrada en su dilema las cosas siguen su curso, siendo cada vez más claro que la política y la guerra no se diferencian sino, eventualmente, de forma, que en última instancia la primera es, como decía Foucault invirtiendo a Clausewitz, la continuación de la segunda por otro medios.