«Lenin ya no existe»

El 21 de enero nos sorprendió en la estación de Tiflis, camino de Suchum. Estaba sentado con mi mujer en el departamento de mi vagón en que tenía el cuarto de trabajo con una temperatura bastante alta, como siempre durante toda aquella época. Llamaron a la puerta y entró Sermux, mi fiel colaborador, que me acompañaba en el viaje. En cuanto le vi delante, con la cara pálida, mirándome con aquellos ojos fijos, comprendí que en el papel que me alargaba se anunciaba una catástrofe. Era un telegrama descifrado de Stalin, en que me comunicaba que Lenin había muerto. Alargué el papel a mi mujer, que ya lo había comprendido todo…

El 21 de enero nos sorprendió en la estación de Tiflis, camino de Suchum. Estaba sentado con mi mujer en el departamento de mi vagón en que tenía el cuarto de trabajo con una temperatura bastante alta, como siempre durante toda aquella época. Llamaron a la puerta y entró Sermux, mi fiel colaborador, que me acompañaba en el viaje. En cuanto le vi delante, con la cara pálida, mirándome con aquellos ojos fijos, comprendí que en el papel que me alargaba se anunciaba una catástrofe. Era un telegrama descifrado de Stalin, en que me comunicaba que Lenin había muerto. Alargué el papel a mi mujer, que ya lo había comprendido todo…

Muchas veces me han preguntado, y aun es hoy el día en que hay quien me pregunta: «¿Pero cómo dejó usted que se le fuese de las manos el Poder?» Y generalmente, parece como si detrás de esta pregunta se dibujase la representación simplista de un objeto material que se le resbala a uno de las manos; como si el perder el Poder fuese algo así como perder el reloj o un carnet de notas. Cuando un revolucionario que ha dirigido la conquista del Poder empieza, llegado un cierto momento, a perderlo-sea por vía «pacífica» o violentamente-, ello quiere decir, en realidad, que comienza a iniciarse la decadencia de las ideas y los sentimientos que animaran en una primera fase a los elementos directivos de la revolución, o que desciende de nivel el impulso revolucionario de las masas, o ambas cosas a la vez. Los cuadros dirigentes del partido, salidos de la clandestinidad, estaban dominados por las tendencias revolucionarias que los caudillos del primer período de la revolución supieron formular clara y concretamente, y que acertaron, porque eran capaces de ello, a realizar en la práctica plena y victoriosamente. Esta capacidad fué precisamente la que les elevó a los puestos de dirección del partido, a través del partido de la clase obrera, y a través de ésta de todo el país. Esto es lo que explica que el Poder fuese a concentrarse en manos de determinadas personas. Pero las ideas que habían presidido el primer período revolucionario fueron perdiendo, insensiblemente, la fuerza sobre la conciencia de aquel sector dirigente a cuyo cargo corría directamente el ejercer el Poder sobre el país. En el propio país fueron desarrollándose fenómenos y procesos a los que en conjunto puede darse el nombre de «reacción». Estos procesos afectaban también, más o menos de lleno, a la clase obrera, incluyendo al sector organizado dentro del partido. Entre los directivos que ocupaban los puestos en la organización empezaron a despuntar aspiraciones especiales, a las que se esforzaban por subordinar en todo lo que podían la obra de la revolución. Entre los caudillos que representaban el rumbo histórico de la clase y que sabían ver más allá de la organización administrativa y el aparato burocrático, pesado, gigantesco, tan heterogéneo de composición, en que el comunista medio resultaba fácilmente absorbido, empezó a formarse una escisión. Al principio, esta escisión tenía carácter más bien psicológico que político. El pasado estaba todavía demasiado fresco en las conciencias. Las aspiraciones que presidieran el movimiento de Octubre no se habían evaporado todavía del recuerdo. La autoridad personal de los caudillos del primer período era muy grande. Sin embargo, bajo la corteza de las formas tradicionales, iba formándose una nueva psicología. Las perspectivas internacionales palidecían y se esfumabas La labor cotidiana se tragaba a los hombres. Los nuevos métodos, creados para servir a los fines antiguos, engendraban fines nuevos, sobre todo una nueva psicología. Para muchos, la etapa actual, llamada a ser punto de paso, iba cobrando el valor de una estación de término. Se iba formando un nuevo tipo de hombre.

Los revolucionarios están hechos, en fin de cuentas, de la misma madera de los demás hombres. Pero tienen, por fuerza, que poseer alguna cualidad personal relevante que permita a las circunstancias históricas destacarlos sobre el fondo común y articularlos en grupo aparte. El trato constante, la labor teórica, la lucha bajo una bandera común, la disciplina colectiva, el endurecimiento bajo el fuego de los peligros, van formando paulatinamente el tipo revolucionario. Así, puede asegurarse que, hay un tipo psicológico de bolchevique, perfectamente distinto del tipo menchevique. Y un ojo muy experto podría llegar incluso-con un margen pequeño de errores-a distinguir a simple vista y por la facha a un bolchevique de un menchevique.

Pero esto no quiere decir que todo en los bolcheviques fuera bolchevista. No a todos, ni siquiera a los más, les es dado compenetrarse hasta tal punto con una ideología, que la lleven a flor de piel y en la masa de la sangre, que sometan a ella los aspectos todos de su conciencia y a ella aconsonanten el mundo entero de sus sentimientos. En la masa obrera, el instinto de clase, que en los momentos críticos cobra claridad suprema, se encarga de suplir esta compenetración ideológica. Pero en el partido y en el Estado hay una capa extensa de revolucionarios que, aunque proceden en su mayoría de la masa, ya hace mucho tiempo que se han desglosado de ella y a quienes la posición que ocupan coloca en una cierta actitud antagónica frente a la masa. En ellos el instinto de clase se ha esfumado ya. Mas no tienen tampoco la firmeza teórica ni la amplitud de horizonte necesarios para abarcar en su totalidad un proceso histórico. En su psicología quedan una serie de brechas y puntos vulnerables por los que, al cambiar las circunstancias, pueden penetrar a sus anchas influencias extrañas y hostiles. En la época de la propaganda clandestina, del alzamiento, de la guerra civil, estos elementos eran simples soldados que formaban en las filas del partido. En su conciencia no resonaba más que una cuerda y esta cuerda daba el tono que el diapasón del partido marcaba. Pero, cuando la tensión empezó a ceder y los nómadas de la revolución fueron echando raíces en el nuevo suelo, comenzaron a despertar en ellos y a desarrollarse esas cualidades, simpatías y aficiones pequeñoburguesas del empleadillo satisfecho.

Manifestaciones escapadas sin querer de la boca de Kalinin, de Woroshilof, de Stalin, de Rikof, le hacían a uno levantar la cabeza, de vez en cuando, con gesto de inquietud. ¿De dónde salía aquello?-se preguntaba uno. ¿Qué grifo destilaba aquellas gotas? Muchas veces, al llegar a una sesión, me encontraba con un grupo de personas que estaban conversando amigablemente y que al entrar yo cortaban bruscamente. Aquellas conversaciones no versaban sobre nada contrario a mí, sobre nada que contradijese a los principios del partido. Pero eran temas en que traspiraban el aquietamiento de una conciencia, la satisfacción y la trivialidad. En aquella gente iba naciendo la necesidad de confiarse mutuamente sus sentimientos, propensión en la que no dejaba de entrar por buena parte esa tendencia de comadrería y murmuración de las mujerucas de la burguesía. Al principio, no se avergonzaban solamente delante de Lenin y de mí; se avergonzaban ante sí mismos. Si, por ejemplo, Stalin se salía con una de sus gracias de mal gusto, Lenin, sin levantar la cabeza, metido por los papeles, echaba una mirada rápida a los que estaban sentados en torno a la mesa, como para convencerse de si todavía quedaban alguno a quien se hiciesen insoportables aquellas cosas. En situaciones semejantes, nos bastaba una mirada fugaz o un cambio de tono en la voz, para cercioramos de que coincidíamos en la apreciación psicológica.

Si yo no tomaba parte en las diversiones que iban haciéndose habituales en la nueva clase gobernante, no era por motivos morales, sino porque no quería exponerme a la tortura del más terrible de los aburrimientos. Aquellas comidas, aquellas visitas asiduas a los ballets, aquellas veladas que se pasaban bebiendo y murmurando de los ausentes, como era de rigor, no tenían para mí el menor atractivo. Los nuevos jefes comprendían que yo no podía adaptarme a su régimen de vida. No hacían tampoco grandes esfuerzos para convertirme. Por eso, las conversaciones se interrumpían al presentarme yo, y los que hacían corro se separaban un poco avergonzados y con un sentimiento recatado de hostilidad contra mí. Dígase, si se quiere, que esto significaba que el Poder empezaba a írseme de las manos.

Quiero limitarme aquí al aspecto psicológico del asunto, dejando a un lado la base social a que todo aquello respondía, o sea el cambio iniciado en la anatomía de la sociedad revolucionaria. Estos cambios son siempre y en última instancia los que deciden. Sin embargo, lo que primero echa uno de ver son los efectos psicológicos en que se reflejan. El proceso interno se desarrollaba con relativa lentitud, lo cual facilitaba a los que estaban a la cabeza de las organizaciones el proceso molecular de transformación, ocultando a la vista de las masas el antagonismo entre las dos posiciones irreconciliables. Hay que añadir que el nuevo espíritu vivió durante mucho tiempo recatado bajo las fórmulas tradicionales, como lo está todavía, en parte, hoy. Esto hacía difícil saber, naturalmente, hasta dónde había llegado ya el proceso de la metamorfosis. La conspiración termidoriana de fines del siglo XVIII (preparada por el curso anterior de la revolución), se verificó de un golpe y asumió la forma de un desenlace sangriento. Nuestro Termidor presentaba, por el contrario, un carácter taimado. A la guillotina sustituía, por el momento al menos, la intriga. La falsificación sistemática del pasado, organizada con arreglo al método de la cinta sin fin, era un arma nueva en el arsenal de todos los recursos oficiales de que disponía el partido. La enfermedad de Lenin y la posibilidad de que, tarde o temprano, retornase a su puesto, daban una gran perplejidad a aquella situación interina, que duró más de dos años. Si la línea de la revolución, en aquel momento, hubiera sido ascensional, aquel paréntesis más hubiera favorecido que perjudicado a la oposición. Pero en el terreno internacional, la revolución iba de descalabro en descalabro, y el compás de espera no hizo más que favorecer al reformismo nacional y fortificó automáticamente a la burocracia stalinista contra mí y mis amigos.

De esta misma raíz psicológica brotó también la batida, verdaderamente mezquina, ignorante y estúpida, que se desató contra la teoría de la revolución permanente. Le parece a uno estar oyendo a aquellos burócratas tan pagados de sí mismos murmurar, apaciblemente sentados junto a una botella de vino o de vuelta del ballet:
-¡Ese pobre diablo no piensa más que en la revolución permanente!…
De la misma mentalidad procedían las imputaciones que constantemente me andaban haciendo de que si era un hombre poco sociable, un individualista, un aristócrata, y qué sé yo cuántas cosas más.
-¡No todo va a ser revolución, hay que pensar también un poco en uno mismo!
Este estado de espíritu tenía una franca traducción: «¡Abajo la revolución permanente!» En esta gente, la resistencia contra los postulados teóricos del marxismo y las exigencias políticas de la revolución iba cobrando, poco a poco, la forma de una campaña contra el «trotskismo». En los pliegues de este pabellón se envolvía el pequeño burgués que empezaba a asomar la cabeza en el bolchevique. He aquí cómo «se me fué el Poder de las manos»; y conociendo las causas, fácilmente se comprenderá la forma en que ello ocurrió.

Ya dejo dicho cómo Lenin, postrado en cama y poco antes de morir, preparaba un golpe contra Stalin y sus dos aliados, Dserchinsky y Ordchonikidse. Lenin había tenido a Dserchinsky en mucha estima. Las relaciones empezaron a enfriarse cuando éste se dió cuenta de que Lenin no le consideraba bastante capaz para ocupar un puesto directivo en la labor económica. Esto fué lo que le movió a pasarse a las filas de Stalin. Pero Lenin no podía por menos de atacarle también a él, como una de las bases de sustentación del jefe. A Ordchonikidse tenía el propósito de expulsarle del partido, porque se había comportado como un general gobernador en plaza sitiada. La carta en que Lenin ofrecía a los bolcheviques de Georgia todo su apoyo contra Stalin, Dserchinsky y Ordchonikidse, iba dirigida a Mdivani. Los destinos de estas cuatro personas revelan mejor que nada el cambio que había de introducir en el partido la fracción de Stalin. Dserchinsky pasó a ocupar, después de morir Lenin, la presidencia del Consejo Supremo de Economía, que se halla al frente de la industria toda del Estado. Ordchonikidse, el que se había visto a punto de ser expulsado del partido, fue a presidir la Comisión central de vigilancia. Stalin, no sólo siguió siendo, contra el parecer de Lenin, Secretario general, sino que obtuvo de la organización poderes inauditos. Por fin, Budu Mdivani, con el que Lenin había hecho causa común contra los stalinistas, se halla recluído en la cárcel de Tcheliabinsk. «Cambios» semejantes se realizaron en la dirección toda del partido, de la cabeza a los pies. Y no sólo esto, sino que la campaña se hizo extensiva sin excepción, a todos los partidos afiliados a la Internacional. La época de los epígonos queda separada de la época de Lenin, aparte del inmenso abismo espiritual, por una subversión completa en la organización.
Stalin es el instrumento principal de este proceso de subversión. No se puede negar que tiene sentido práctico, perseverancia y tenacidad para conseguir lo que se propone. Pero su mentalidad política no, puede ser más limitada, ni más bajo y primitivo su nivel teórico. Su libro sobre «Los fundamentos del leninismo», compuesto picando de aquí y de allá, en el que intenta rendir tributo también él a las tradiciones teóricas del partido, está plagado de errores de principiante. Como no conoce idiomas extranjeros, no tiene más remedio que informarse de segunda mano de la vida política de otras naciones. Su mentalidad es la de un empírico tozudo, carente, de toda imaginación, de talento creador. Los principales elementos directivos del partido-entre los demás apenas si se le conocía-tenían de él la impresión de que era un hombre a quien sólo se podían encomendar funciones de segundo o tercer rango. El hecho de que al presente esté a la cabeza de la organización no le caracteriza tanto a él como al periodo transitorio de decadencia política que atraviesan los Soviets. Ya Helvetius decía que «toda época tiene sus grandes hombres, y si no los tiene… los inventa». El stalinismo es, ante todo y sobre todo, sinónimo de la labor automática de un aparato administrativo impersonal por desmontar la revolución.

Lenin murió el 21 de enero de 1924. La muerte no hizo más que liberarle de sus padecimientos físicos y morales. Aquel- desamparo en que se encontraba, y sobre todo la pérdida del habla, habiendo conservado clara y lúcida la conciencia, tenía que producirle un indecible sentimiento de inferioridad. Ya no toleraba a su lado a los médicos; le indignaban su tono de protección, sus chistes banales, su falsa manera de hacer concebir esperanzas. Cuando todavía disponía del habla solía hacerles preguntas que aparentemente eran superficiales y sin importancia, pero que, en realidad, tendían a sondearlos, y sin que se diesen cuenta, los sorprendía en contradicciones, los obligaba a completar sus explicaciones, y para llegar a conclusiones más seguras echaba él mismo mano de los libros de medicina. A lo que aspiraba, en punto a su salud como en todo, era a ver claro, cualquiera que la verdad fuese. El único médico a quien consentía a su lado era Fedor Alexandrovich Guetier. Guetier, que era un médico excelente, y emancipado como hombre de todas esas fórmulas convencionales de la cortesía, sentía por Lenin y por su mujer un afecto verdaderamente conmovedor. En una época en que el enfermo había prohibido la entrada en su alcoba a todos los médicos, Guetier seguía visitándole como si tal cosa. Fedor Alexandrovich fué también, durante la revolución, íntimo amigo y médico de cabecera de mi familia. Por él teníamos noticias constantes del estado de Vladimiro Ilitch, noticias concienzudas y sinceras, que venían a completar y a corregir los informes de los partes oficiales.

Varias veces pregunté a Guetier si la inteligencia de Lenin conservaría su lucidez, caso de que curase. Guetier me contestó, poco más o menos, lo siguiente: «La fatiga se acentuará, no volverá a tener la antigua pureza de visión para el trabajo, pero el virtuoso seguirá siendo virtuoso.» En el tiempo que medió entre el primero y el segundo ataque, este pronóstico se confirmó plenamente. Al terminar las sesiones del Buró Político, Lenin producía la impresión de un hombre terriblemente fatigado. Todos los músculos de la cara se le paralizaban, el brillo de la mirada se apagaba, y hasta aquella poderosa frente se quedaba un poco marchita, y los hombros le caían pesadamente; la expresión de su rostro y de toda su figura sólo puede acusarse con una palabra: agotamiento. En aquellos momentos desazonadores, Lenin parecíame irremisiblemente condenado a muerte. Pero en cuanto pasaba una noche bien, recobraba toda su fuerza mental. Los artículos que escribió en el paréntesis entre el primer ataque y el segundo tienen el valor de sus mejores trabajos. La fuente seguía manando agua tan pura como los primeros días, aunque su caudal era cada vez más menguado. Guetier nos permitió concebir esperanzas aun después de reproducirse el ataque. Pero cada vez apreciaba más pesimistamente la situación. La enfermedad iba arrastrándose taimadamente. Sin cólera, aunque sin piedad tampoco, las fuerzas ciegas de la naturaleza fueron reduciendo a la impotencia, inflexiblemente, al enfermo genial. Lenin no podía ni debía sobrevivir, si era para quedar inválido. Pero no nos resignábamos a perder todas las esperanzas en su curación.

Entre tanto, mi malestar iba adquiriendo un carácter difícil. «Apremiados por los médicos-escribe mi mujer-hubimos de trasladar a L. D. a una aldea, donde Guetier visitaba frecuentemente al enfermo, del cual cuidaba con un sincero y tierno afecto. No le interesaba nada la política, pero compartía afectuosamente nuestras preocupaciones, sin saber cómo exteriorizar su sentimiento de simpatía hacia nosotros. La campaña que se había desencadenado contra nosotros le sorprendió, pues no tenía la menor noción de aquello. No la comprendía, y esperaba, dolorido, a ver en qué paraban las cosas. Estando en Arcangelskoie me dijo, con cierta excitación, que debíamos trasladar a L. D. a Suchum. Al cabo, después de muchas vacilaciones, nos resolvimos a hacerlo. El viaje, que ya era de suyo bastante largo-por Baku, Tiflis y Batum-, se nos hizo más difícil todavía de lo que era de ordinario, por las tormentas de nieve. Sin embargo, el viaje parecía ejercer sobre L. D. una acción apaciguadora. Cuanto más nos íbamos alejando de Moscú, más libres nos sentíamos de la atmósfera oprimente en que habíamos pasado los últimos meses. No obstante, yo tenía la sensación de ir acompañando a un enfermo grave. Sobre nosotros pesaba una gran incertidumbre. ¿Qué giro tomaría la vida en Suchum? ¿Quiénes nos aguardarían allí: gentes amigas o enemigos jurados?»

El 21 de enero nos sorprendió en la estación de Tiflis, camino de Suchum. Estaba sentado con mi mujer en el departamento de mi vagón en que tenía el cuarto de trabajo con una temperatura bastante alta, como siempre durante toda aquella época. Llamaron a la puerta y entró Sermux, mi fiel colaborador, que me acompañaba en el viaje. En cuanto le vi delante, con la cara pálida, mirándome con aquellos ojos fijos, comprendí que en el papel que me alargaba se anunciaba una catástrofe. Era un telegrama descifrado de Stalin, en que me comunicaba que Lenin había muerto. Alargué el papel a mi mujer, que ya lo había comprendido todo…

Pronto las autoridades de Tiflis recibieron un telegrama semejante. La noticia de la muerte de Lenin iba extendiéndose por todas partes. Hice que me pusieran en comunicación directa con el Kremlin. A mis preguntas, me contestaron: «El entierro tendrá lugar el sábado; de todas maneras usted no había de llegar a tiempo, y le aconsejamos que continúe viaje para ponerse en cura.» No había, pues, opción. Luego resultó que el entierro no se celebró hasta el domingo y que hubiera tenido tiempo a llegar a Moscú para asistir a él. Por inverosímil que esto parezca, me mintieron al decirme la fecha del entierro. Supusieron, y desde su punto de vista no se engañaron, que no se me ocurriría rectificar sus indicaciones, y ya más tarde se vería el modo de encontrar una excusa. Recuérdese que al caer enfermo Lenin por vez primera, tardaron tres días en comunicármelo. Era su método. La fórmula tendía a «ganar tiempo».

Los camaradas de Tiflis querían que dijese algo inmediatamente acerca de la muerte de Lenin. Pero yo sentía la necesidad apremiante de quedarme solo. Mi mano no acertaba a coger la pluma. Las pocas palabras del telegrama de Moscú me zumbaban en la cabeza. Pero los reunidos esperaban mi respuesta. Tenían razón. Se detuvo el tren una media hora y escribí las líneas de despedida: «Lenin ya no existe. Ya nos hemos quedado sin Lenin…» Aquellas cuartillas escritas a mano fueron transmitidas inmediatamente a Moscú por el hilo directo.
«Llegamos completamente deshechos-escribe mi mujer-. No conocíamos Suchum. Las mimosas-allí hay muchas-estaban floridas. Magníficas palmeras. Camelias. Era el mes de enero y en Moscú caían unas heladas espantosas. La gente del país nos recibió muy cordialmente. En el comedor del sanatorio de reposo pendían dos retratos: uno, orlado de crespón negro; de Vladimiro Ilitch. Otro de L. D. Quisimos descolgar el segundo, pero no nos atrevimos, pues temíamos que esto pudiera interpretarse como una ostentación.»

En Suchum hube de pasar días y días tendido en el balcón, con la cara vuelta al mar. A pesar de estar en enero, el sol brillaba, claro y ardiente, en el firmamento. Entre el balcón y la superficie brillante del mar se erguían las palmeras. La constante sensación de la fiebre se mezclaba con el pensamiento de la muerte de Lenin, que no dejaba de atenazarme ni un instante. Iba rememorando mentalmente las etapas todas de mi vida: mis encuentros con Lenin, nuestras diferencias y polémicas, la reconciliación, la labor común; había algunos episodios que se alzaban en el recuerdo, recortados por una pasmosa claridad. Poco a poco, iba cobrando todo contornos firmes y bien delineados. Ahora, me daba más clara cuenta de quiénes eran aquellos «discípulos» que seguían fielmente al maestro en los pequeños detalles, pero no en lo que tenía de verdaderamente grande. Con el aire del mar que entraba en mis pulmones, todo mi ser respiraba la certeza absoluta de que en aquella campaña contra los epígonos, el derecho histórico estaba de mi lado…

24 de enero de 1924. -Sobre, las palmeras, sobre el mar, flota, bajo la bóveda azul del cielo, un silencio luminoso. De pronto, una descarga cerrada desgarra el silencio. Y luego otra y otra. El eco venía de allí abajo, del lado del mar. Era el saludo de Suchum al caudillo a quien en aquella hora estaban enterrando en Moscú. Pensé en él y pensé también en aquélla que le había acompañado por la vida desde hacía tantos años, viendo el mundo todo a través de él. Y pensé cuán sola, ahora que enterraba a su camarada de vida, tenía que sentirse entre Aquellos millones de gentes que lloraban al muerto, pero no como lo lloraba ella, sino muy de otro modo. ¡Pobre Nadeida Constantinovna Krupskaia! Sentía la necesidad de hacerle llegar desde aquí una palabra de saludo, de simpatía, de amistad, pero no me decidí a escribirle. Ante la gravedad del suceso, todas las palabras parecían vanas, y me daba miedo que pudieran interpretarse como una fórmula convencional. Imagínese, mi sentimiento de gratitud, cuando los pocos días, recibí, inesperadamente, una carta de Nadeida Constantinovna. La carta decía así:

«Querido Leo Davidovich:

«Le escribo a usted para comunicarle que Vladimiro Ilitch se puso a leer su libro próximamente un mes antes de morir, y lo dejó en el pasaje en que traza usted la fisonomía de Marx y de Lenin. Me pidió que volviese a leerle estas páginas, y, después de escuchar la lectura atentamente, él mismo quiso tomar en la mano el libro y volverlas a repasar.
«Otra cosa quería decirle, y es que las relaciones que unieron a Vladimiro Ilitch con usted desde el día en que se presentó en Londres, viniendo de Siberia, no cambiaron un punto hasta la hora de su muerte.
«Le deseo a usted, Leo Davidovich, fuerzas y salud. Un fuerte abrazo de N. Krupskaia.»

En el libro que Lenin tomó en sus manos un mes antes de morir, le comparaba yo con Marx. Supe, comprender claramente la relación que mediaba entre Marx y Lenin, una relación henchida por el amor y la gratitud del discípulo y los valores patéticos de la distancia. La relación entre maestro y discípulo hubo de convertirse, por la marcha de la historia, en la relación entre el precusor teórico y el primer realizador práctico. En mi artículo, ponía de relieve el valor patético tradicional de la distancia. Marx y Lenin, dos figuras tan íntimamente unidas por la historia, y a la par tan diferentes, son para mí las dos cumbres más altas a que puede llegar el poder espiritual del hombre. Y me hizo bien saber que el propio Lenin, poco antes de morir, había leído atentamente, y acaso con cierta emoción, aquellas líneas mías, pues la figura de Marx era, a sus ojos, la medida más grandiosa que podía aplicarse a un hombre. No era menor la emoción que sentía al leer ahora la carta de su viuda. Esta carta hace resaltar los dos puntos extremos de mis relaciones con Lenin: aquel día del mes de octubre de 1902, en que, huido de la Siberia, llamé a su puerta una mañana temprano, arrancándole a su duro lecho londinense, y aquel otro día del mes de diciembre de 1923 en que Lenin hubo de leer, por dos veces seguidas, las líneas en que yo rendía un tributo de homenaje a su vida y a su obra. Entre estos dos puntos quedaban enclavadas dos décadas de nuestras vidas, unidas primero por una labor común, luego separadas por una reñida lucha intestina dentro del partido y reconciliadas al fin para una nueva labor común sobre un plano histórico más alto. Lo mismo que en Hegel: tesis, antítesis y síntesis. Y ahora, su mujer venía a decirme que, a pesar de aquel largo periodo de antítesis, la actitud de Lenin para conmigo había sido siempre la misma de Londres, es decir, una actitud de ayuda calurosa y de benevolencia cordial. Aquella breve carta de la viuda de Lenin, escrita a los pocos días de morir éste, pesaría más en la balanza de la historia, aunque sólo hubiese esta prueba, que todos los infolios escritos por los falsificadores.

«Con bastante retraso a causa de las tormentas de nieve, iban llegando los periódicos, que nos informaban de los discursos y artículos necrológicos consagrados a Lenin. Los amigos de L. D. esperaban que éste se presentase en Moscú el día del entierro, pues daban por seguro que se volvería de por el camino. A ninguno se le ocurrió pensar que Stalin le había cerrado el paso con su telegrama. Me acuerdo de la carta que nos escribió a Suchum nuestro hijo. Le conmovió extraordinariamente la muerte de Lenin, y con 40 grados bajo cero, envuelto en su delgado abrigo, desfiló con muchos otros por el Salón de las Columnas para dar el último adiós al muerto, y esperó, esperó, esperó en vano nuestra llegada. En su carta se leía, entre líneas, un amargo disgusto y un velado reproche.» Hasta aquí, no hago más que reproducir las notas del Diario de mi mujer.

En Suchum me visitó una comisión del Comité central, compuesta por Tomsky, Frunce, Piatakof y Gussief, para cambiar impresiones conmigo acerca de las reformas que era necesario introducir en el Comisariado de Guerra. Todo aquello era una pura comedia. El personal del Comisariado había sido ya renovado en lo que les convenía o se estaba renovando a toda máquina, sin que yo me enterase. Pero querían guardar aún las apariencias.

El primero que sufrió las consecuencias del cambio en el departamento de Guerra fué Skliansky. En él se vengó Stalin de los reveses de Tsaritsin, de la derrota del frente Sur y de la desdichada aventura del avance sobre Lemberg. La intriga empezaba a levantar su cabeza de víbora. Para minar el puesto a Skliansky-y a mí también, para más adelante-habían metido en el Comisariado, unos meses antes, a Unschlecht, un intrigante ambicioso e incapaz. Skliansky fué separado del cargo, y para sustituirlo nombraron a Frunse, que, hasta entonces, había estado mandando las tropas de Ukrania. Frunse era una figura bastante seria. Su pasado de presidiario pesaba más en el partido que la autoridad, demasiado joven, de Skliansky. Además, Frunse, había demostrado, indudablemente, durante la guerra, dotes de caudillo militar. Pero de asuntos administrativos del ramo entendía mucho menos, incomparablemente, que Skliansky. Frunse se entusiasmaba con los esquemas abstractos, tenía muy mal ojo para conocer a las personas y se dejaba llevar fácilmente por influencias de técnicos, principalmente de segundo rango.

Pero voy a acabar de contar lo que ocurrió con Skliansky. Le destituyeron de la manera más brutal, es decir, a la manera de Stalin, sin hablar previamente con él, y le destinaron a la organización de la Economía. Dserchinsky, muy contento de quitarse de encima a Unschlecht, que desempeñaba funciones de sustituto suyo en GPU., y de conquistar para la industria el magnífico talento administrativo de Skliansky, puso a éste al frente del trust de los paños. Skliansky se alzó de hombros y se entregó en cuerpo y alma a los nuevos trabajos. A los pocos meses, decidió ir a pasar una temporada a los Estados Unidos, para ponerse al corriente de las cosas de allí y adquirir maquinaria. Antes de marchar vino a verme, para despedirse y aconsejarse de mí. Durante los años de la guerra civil habíamos trabajado los dos en la más íntima compenetración. Nuestras conversaciones habían versado, siempre más sobre compañías y batallones, estatutos militares, cursos sumarios de instrucción para oficiales rojos, suministros de cobre y aluminio a las fábricas de guerra, uniformes y ranchos, que sobre los asuntos del partido. Los dos estábamos demasiado ocupados para perder el tiempo en esas cosas. Cuando, después de caer enfermo Lenin, la intriga tramada por los epígonos empezó a extender sus tentáculos hacia el Comisariado de Guerra, yo procuraba eludir en lo posible el hablar, sobre todo con mis colaboradores militares, de los asuntos partidistas. La situación era demasiado confusa, la disparidad de criterios empezaba apenas a dibujarse, y la formación de fracciones en el ejército hubiera tenido las peores consecuencias. Luego, había caído yo enfermo.

Pero, cuando volvimos a vernos en el año 1925, en que ya no estaba yo a la cabeza del departamento de Guerra, hablamos de las cuestiones planteadas en el partido.
-Y dígame usted-me preguntó Skliansky-, ¿qué representa Stalin?
Skliansky le conocía sobradamente bien, pero quería que yo le trazase la fisonomía de su personalidad, y le explicase sus éxitos. Me quedé pensando un momento.
-Stalin-le dije-es la más destacada mediocridad que hay en el partido.-Esta definición se me había ocurrido en aquel momento, revelándoseme de pronto en toda su importancia psicológica y en su aspecto social. Por la expresión de la cara de Skliansky, comprendí en seguida que le había ayudado a llegar a una conclusión de cierta importancia.
-Es asombroso-me dijo-la facilidad con que en este último período la áurea medianía y la plácida mediocridad escalan los primeros puestos en todas las esferas. Y todo esto se ha puesto bajo el caudillaje de Stalin. ¿Cómo explicarlo?
-Es la reacción que tenía que sobrevenir después de la gran tensión de energías sociales y psicológicas de los primeros años de la revolución. Puede que la contrarrevolución, si triunfa, produzca también sus grandes hombres. Pero la primera etapa, el momento termidoriano, necesita de mediocridades que no sepan ver más allá de sus narices. La ceguera política es precisamente lo que les da la fuerza; les ocurre como a la mula de noria, que cree ir cuesta arriba y camino adelante, cuando, en realidad, no hace más que dar vueltas a la rueda. Comprenderá usted que un caballo que sepa por dónde se anda no es hábil para trabajos de estos.

Esta conversación me reveló en todo su alcance, con una claridad meridiana, casi me atrevería a decir que con una certeza física, los problemas de nuestro Termidor. Convine con Skliansky que a su regreso de Norteamérica seguiríamos cambiando impresiones acerca del mismo tema. A las pocas semanas llegó un telegrama anunciando que había muerto ahogado en no sé qué lago norteamericano, durante una excursión en barca. La vida tiene una reserva inagotable de invenciones malignas.

Trájose a Moscú la urna con las cenizas de Skliansky. Nadie dudaba que la colocarían en la Plaza Roja, en aquel muro del Kremlin, que es el panteón de los revolucionarios. Pero la Secretaría del Comité central decretó que se le diese tierra extramuros. Es decir, que la visita de despedida que me había hecho no pasé desapercibida, sino que se la cargaron en cuenta. El odio se pasó del hombre a sus cenizas. Además, la degradación de Skliansky entraba en el plan general de la campaña que se había declarado contra los dirigentes a quienes se debía el triunfo en la guerra civil. No creo que a Skliansky le preocupase gran cosa, en vida, el sitio donde hubieran de enterrarle, pero no puede negarse que aquella decisión del Comité central tenía todo el carácter de una perfidia personal y política. Venciendo la repugnancia, telefoneé a Molotof. Pero la decisión tomada era inquebrantable. La historia se encargará de revisar también este asunto.

En el otoño de 1924 me volvió la fiebre. Fue en el momento en que se desencadenaba una nueva discusión. Pero ésta había sido provocada desde arriba, con arreglo a un plan cuidadosamente elaborado. En Leningrado, en Moscú y en las provincias se habían celebrado previamente cientos y miles de deliberaciones secretas para preparar lo que se llamaba la «discusión», es decir, una batida sistemática y completa, que ahora no había de darse contra la oposición, sino contra mí personalmente. Cuando se hubieron terminado los preparativos, que se llevaron en secreto, a una señal que dió la Pravda, en todos los rincones y en los extremos más remotos del país, desde todas las tribunas, en las planas y columnas de todos los periódicos, en todos los escondrijos y lugarejos, se desató una campaña rabiosa contra el «trotskismo». A su modo, aquello era un espectáculo mayestático. La calumnia tomaba las proporciones de una erupción volcánica. La masa del partido sintióse conmovida ante el ataque. Yo estaba postrado en cama, presa de la fiebre, y guardaba silencio. La prensa y los oradores en los mítines no se ocupaban más que de hacer revelaciones acerca del «trotskismo». Nadie comprendía lo que significaba todo aquello. Día tras día, se le servían al público nuevos episodios desgajados a viva fuerza del pasado, citas polémicas y artículos de Lenin, que fueran escritos veinte años antes; y estas noticias se le servían retorcidas, falseadas, desfiguradas, y todas-que era lo más importante-como si se refiriesen a hechos ocurridos el día antes. Nadie acertaba a comprender el sentido de aquellos ataques. Si aquello era verdad, tenía que haberlo sabido Lenin. ¿Después de todo aquello que contaban, no había ocurrido la revolución de Octubre? ¿Y después de la conquista del Poder, no había ocurrido la guerra civil? ¿Aquel hombre a quien se acusaba no había colaborado con Lenin en la creación de la Internacional comunista? ¿No estaban colgados en todas las salas los retratos de Trotsky junto a los de Lenin? Y así sucesivamente…, pero mientras las gentes manifestaban su asombro, el volcán de la calumnia seguía escupiendo, en frío, su lava. Y esta lava iba depositándose mecánicamente sobre la conciencia y, lo que era todavía peor, sobre la voluntad.

La actitud respecto a Lenin, que era la que cumplía frente a un caudillo revolucionario, fué suplantada por el culto rendido al pontífice máximo de una jerarquía sacerdotal. A pesar de mí protesta, se hubo de erigir en la Plaza Roja aquel mausoleo indigno y humillante para un revolucionario. Y lo malo fué que los libros oficiales que se escribían sobre Lenin se convirtieron también en mausoleos por el estilo. Las ideas del maestro fueron descoyuntadas y picadas para suministrar citas a todos los falsos predicadores. Los epígonos se atrincheraron detrás del cadáver embalsamado para dar la batalla al Lenin viviente y a mí. La masa estaba aturdida, confundida. Y sus imponentes proporciones eran las que daban valor político a aquella papilla de analfabetos. Esta papilla la aturdía, la agobiaba, la desmoralizaba. El partido fué reducido al silencio. Se implantó una dictadura descarada del aparato burocrático sobre el partido. O dicho en otros términos: el partido dejó de existir como tal. Por las mañanas me llevaban a la cama los periódicos. No hacía más que pasar la vista por encima de los telegramas, de los títulos de los artículos y las firmas de sus autores. Sabía sobradamente bien quiénes eran estos tales; sabía lo que pensaban en su fuero interno, lo que eran capaces de decir y lo que les estaba ordenado que dijeran. En la inmensa mayoría de los casos, eran hombres agotados ya por la revolución. Mas tampoco faltaban, entre ellos, los fanáticos estrechos de frente que se dejaban engañar. Había también los jóvenes intrigantes que querían hacer carrera y se apresuraban a dar pruebas de su incondicionalismo. Todos se contradecían los unos a los otros y consigo mismo. Pero aquella campaña de difamación no cesaba un momento, su clamor furibundo se alzaba de las columnas de todos los periódicos, y su estrépito ahogaba sus contradicciones y sus vacuidades. Esta campaña tenía que imponer necesariamente, a fuerza de proporciones.

«La recaída de L. D.-escribe mi mujer-coincidió con la monstruosa campaña desatada contra él y que teníamos que sufrir como otra cruel enfermedad. Las páginas de la Pravda parecían gigantescas, inacabables; cada línea del periódico, cada letra, era una mentira. L. D. guardaba silencio. ¡Pero qué amargo se le hacía tener que callar! Todo el día desfilaban por allí amigos que iban a visitarle, y algunos le visitaban por la noche. Me acuerdo de que uno le preguntó si había leído el periódico del día. L. D. le dijo que no leía periódicos. Y era verdad, no hacía más que cogerlos, pasarles la vista por encima y dejarlos a un lado. Le bastaba mirarlos, para saber lo que decían. Conocía harto bien a los cocineros que aderezaban aquellos manjares, sin variar nunca de receta. él leer en aquellos tiempos un periódico era lo mismo, dijo un día, que «ponerse al cuello un cepillo de esos de los mecheros de gas». No hubiera habido más remedio que hacerlo, puesto en el trance de tener que contestar. Pero L. D. seguía guardando silencio. La enfermedad no cedía, sostenida por el grave, estado de nerviosidad del enfermo. Se había quedado muy delgado y pálido. En familia, procurábamos hablar lo menos posible de aquella campaña de difamación, pero no acertábamos a hablar tampoco de otra cosa. Todavía me acuerdo del trabajo que me costaba ir todos los días al Comisariado de Instrucción pública, donde tenía mí puesto. Era como si me diesen de palos. Sin embargo, nadie se atrevió ni una sola vez a hacer la menor alusión desagradable en mi presencia. Era evidente que, pese al silencio hostil de unos cuantos directivos, la mayoría de los que allí trabajaban simpatizaban con nosotros. En el partido parecía haber dos vidas: una vida interior, recatada, y aquella de que se hacía gala y ostentación, y las dos se contradecían mutuamente. Solo algún que otro temerario se atrevía a decir en voz alta lo que la inmensa mayoría de la gente sentía y pensaba, pero procurando recatar sus simpatías detrás de un muro de «votaciones unánimes».

Fue por aquellos días cuando hubo de publicarse la carta que yo escribiera en tiempos a Tcheidse contra Lenin. Este episodio, ocurrido en el mes de abril del año 1913, había tenido por origen el que el periódico bolchevista autorizado que se publicaba en San Petersburgo se había apropiado del periódico obrero que yo publicaba en Viena con el título de Pravda. El asunto condujo a uno de aquellos choques violentos en que tanto abundaba la vida de los emigrados. En aquella ocasión escribí a Tcheidse, que osciló durante algún tiempo entre los bolcheviques y los mencheviques, una carta en que daba rienda suelta a mi indignación contra el centro bolchevista y contra el propio Lenin. Puede que unas semanas después yo mismo hubiera sometido la carta a censura; pasados algunos años, la hubiera mirado como se mira un objeto curioso. Sin embargo, aquella carta estaba llamada a tener un destino especial. El departamento de Policía la pescó y allí se estuvo, olvidada en los archivos policíacos, hasta la revolución de Octubre. De allí pasó, ya en el nuevo régimen, al archivo del Instituto de historia del partido… Lenin tenía noticia exacta de la existencia de la carta, que para él, como para mí, no tenía ya más valor que el que podía tener la nieve caída el invierno pasado. ¡Pues no se habían escrito pocas cartas como aquella durante los años de la emigración! Pero llegó el 1924 y los epígonos sacaron la carta de los archivos y se la metieron por los ojos al partido, que ya por aquel entonces estaba integrado en su mayoría por hombres completamente nuevos. No fué mero azar el elegir para la publicación de esta carta los meses que siguieron a la muerte de Lenin. No fallaba. En primer lugar, Lenin no iba ya a resucitar, para decir a aquellos caballeros lo que venía al caso. En segundo lugar, se sorprendía a las masas en un momento en que estaba vivo en ellas el dolor por la muerte del caudillo. Y aquellas gentes, que no tenían la menor noción del pasado ni de las incidencias que años atrás se desarrollaran en el partido, se encontraban de la noche a la mañana con un juicio condenatorio de Trotsky sobre Lenin. Aquello, por fuerza tenía que aturdirías. Cierto que aquel juicio había sido escrito hacía doce años, pero el cómputo del tiempo no existía para los métodos empleados. El uso que los epígonos hicieron de mi carta a Tcheidse se cuenta entre las grandes maniobras fraudulentas que registra la historia. La falsificación de documentos de que se valían los reaccionarios franceses en el asunto Dreyfus no eran nada, en comparación con este fraude político de Stalin y sus cómplices.

Pero, para que la calumnia se convierta en arma de poder, es menester que responda a una necesidad histórica. Algo tiene que haber cambiado en el panorama social o en el ambiente político-pensaba yo-para que la calumnia haya adquirido tan gran predicamento. Había que esforzarse en analizar el contenido de aquella campaña de difamación. Allí, en la cama, disponía de tiempo bastante para hacerlo. ¿De dónde sacaban aquella acusación que se me hacía de que quería «robar a los campesinos», que es la fórmula que todos los agrarios de extracción reaccionaria, todos los socialistas cristianos y todos los fascistas se han hartado de lanzar contra los socialistas, y no digamos contra los comunistas? ¿De dónde provenía aquella batida furiosa contra la idea de la revolución permanente, que no era mía, sino de Marx? ¿De dónde aquellas jactancias nacionalistas, que hablaban a todas horas de la posibilidad de construir un socialismo propio, al margen de la ayuda internacional? ¿Qué capas sociales eran las que necesitaban alimentarse con aquellas trivialidades reaccionarias? ¿Y, finalmente, de dónde nacía y qué perseguía este descenso del nivel teórico, este entontecimiento político? Tendido en la cama, me puse a hojear en mis antiguos artículos, y mis ojos dieron con estas líneas, escritas en el año 1909, en el momento de apogeo de la reacción stolypiniana:
«Cuando la curva del proceso histórico presenta tendencia ascensional, la idea social se hace más aguda, más audaz, más inteligente. Abarca los hechos y los hilvana al vuelo con el hilo de la generalización… Pero tan pronto como la curva política se pone a descender, la necedad se adueña de la idea social. El precioso talento de generalización desaparece sin dejar rastro. La necedad hácese cada vez más atrevida y se burla, rechinando los dientes, de toda tentativa seria de generalización, comprende que tiene el terreno por suyo y empieza a ejercer el poder a su modo.» Uno de los instrumentos más importantes, de que se sirve es la calumnia.

Y me dije: estamos atravesando por un período de reacción. Las clases se están desplazando políticamente. La conciencia de clase está. sufriendo un profundo cambio. Tras del primer impulso y la tensión ascensional, viene la retirada. ¿Hasta dónde irá? Desde luego, se detendrá antes de llegar al punto de partida. Pero nadie puede señalar, de antemano los límites en que ha de contenerse. Dependerá de la pugna entre las fuerzas internas que se desaten. Lo primero es darse cuenta de la realidad de las cosas. Los profundos procesos moleculares de la reacción pugnan por romper la envoltura y salir a luz. Su aspiración es emancipar la conciencia social de las ideas, las palabras y las figuras vivientes del movimiento de Octubre, o a lo menos, atenuar la relación de dependencia que la unen a ellas. Tal es el sentido y razón de ser de lo que está ocurriendo. No caigamos en vanos subjetivismos. No nos queramos enfadar con la historia ni sentirnos ofendidos porque ésta discurra por senderos más complicados y tortuosos. El comprender la verdad de lo que ocurre es tener ya media batalla ganada.

De «Mi Vida»

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