¿Todo está permitido en el arte?
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Breton recordó que el mismo Liev Davídovich lo había dicho así, y el exiliado le aclaró que cuando escribió La revolución traicionada la deformación estética en la Unión Soviética ciertamente había alcanzado niveles alarmantes, pero los sucesos de los últimos tres años habían roto el dique. Si era inevitable que una revolución proletaria atravesara no ya un período termidoriano, sino un terror que negaba su esencia misma, no había derecho a imponer condiciones a la libertad artística: Todo tiene que estar permitido en el arte, insistió, a lo que el francés volvió a agregar: Menos que atente contra la revolución proletaria; ése era el único principio sagrado.
Breton era el contendiente agudo que tanto le complacía al exiliado. Persuadido de algo de lo que no estuviese convencido entrañaba un reto y le había recordado al Parvus de su juventud, cuando hablar de marxismo se convirtió en una obsesión para él. Entonces, buscando reforzar sus argumentos, Liev Davídovich le recordó al surrealista los destinos de Maiakovski y Gorki, los silencios forzosos de la Ajmátova, Ósip Mandelstam y Babel, las degradaciones de Romain Rolland y de varios ex surrealistas fieles al estalinismo, e insistió en que no se debía admitir ninguna restricción, nada que pudiera generar que se aceptasen las desnaturalizaciones que una dictadura podía imponer al creador con el pretexto de la necesidad histórica o política: el arte tenía que atenerse a sus propias exigencias y solo a ellas. Por aceptar condiciones políticas que él mismo había defendido (a esas alturas mucho lamentaba haberlo hecho), en el presente no se podían leer sin repugnancia y horror los poemas y novelas soviéticos, ni ver las pinturas de los obedientes: el arte en la URSS se había convertido en una pantomimia en la que funcionarios armados de pluma o pincel, y vigilados por funcionarios armados de pistolas, solo tenían la posibilidad de glorificar a los grandes jefes geniales.
A eso los había llevado la consigna de la unanimidad ideológica, el pretexto de que estaban sitiados por los enemigos de clase y la justificación eterna de que no era el momento apropiado para hablar de los problemas y de la verdad, para dar libertad a la poesía. La creación durante la época de Stalin, pensaba, quedaría como la expresión de la más profunda decadencia de la revolución proletaria y nadie tenía el derecho de condenar al arte de una nueva sociedad al riesgo de repetir esa experiencia frustrante… <
*Padura, Leonardo. El hombre que amaba a los perros. México, Tusquets Editores, 2013, p. 467-8.