Rubén Blades reflexiona sobre crisis en México por el caso Ayotzinapa

Miles de estudiantes y organizaciones sociales han participado en las protestas en solidaridad con los 43 desaparecidos. El domingo pidieron la renuncia del presidente mexicano Enrique Peña Nieto. 
 

Por: Rubén Blades

No puedo permitirme callar en el asunto de Ayotzinapa. Después de lo sucedido, nada debe volver a ser como antes. La humanidad no puede seguir alimentando el silencio que contribuye a soslayar y olvidar estas tragedias. Ese invisible muro de silencio que con tanta frecuencia se va construyendo después de la denuncia inicial de un hecho abominable.

Ese silencio que funciona, lamentablemente, como reemplazo de la verdad.

Al escapar del silencio, lo de Ayotzinapa se le escapó también al propio Estado mexicano. Este hecho local se ha transformado en un asunto de interés universal, desde que se evidenció la increíble complicidad entre servidores públicos y delincuentes. Hoy, por el efecto de las redes sociales, el mundo entero conoce lo ocurrido en Ayotzinapa. En todo el orbe se habla de lo ocurrido con los 43 estudiantes, y el mundo exige justicia.

Pero quizás no hemos comprendido aún la verdadera dimensión del hecho. Las desapariciones de personas en América Latina no son eventos raros. Baste mencionar Ciudad Juárez en México y se evocan los cientos de mujeres cuyo paradero aún se desconoce. A lo largo de muchas décadas, nuestro afligido continente, desde Centro hasta Suramérica, ha sufrido la desaparición de miles de personas secuestradas y jamás encontradas, ya fuera por motivos políticos o por actos delictivos. Pero las recientes desapariciones en Ayotzinapa, aunque semejantes en su condición de víctimas a las producidas en Latinoamérica, agregan una característica especial a la tragedia.

La historia de abusos de los derechos humanos en la mayor parte de América Latina fue resultado de la acción de dictaduras militares. En el caso de Ayotzinapa, de confirmarse la tesis hasta ahora manejada en los medios, los 43 ciudadanos fueron secuestrados y hechos desaparecer bajo un Estado de derecho. Esta diferencia es importantísima y nos obliga al análisis de esta amarga lección desde la perspectiva de un contexto más amplio.

En este caso se trata de servidores públicos, actuando en representación del esquema administrativo del Gobierno y del sistema político operante. Son responsables del arresto ilegal de 43 ciudadanos mexicanos y de la entrega de esos detenidos a presuntos elementos criminales civiles. Lo hicieron basando su autoridad en el poder otorgado por el Estado mexicano, utilizando vehículos de manera oficial y en violación absoluta de los derechos de los detenidos, de la Constitución y leyes de la República de México, traicionando su obligación como servidores de la ciudadanía y transgrediendo los derechos humanos universales.

Peor aún, este no fue un episodio fortuito. Fue un acto deliberadamente público, donde un alcalde utilizó el poder del Estado mexicano con propósitos evidentemente personales y antidemocráticos, con el apoyo absoluto de una fuerza policial que supuestamente existe para proteger y ayudar a la población, todos aparentemente envalentonados por una expectativa de impunidad gubernamental que nos ayuda a entender por qué no les importó que sus actos pudiesen llegar a ser de conocimiento público. Todo se hizo a la vista de quien lo quisiera ver, sin escrúpulos, tal como ha ocurrido en regímenes totalitarios.

Un país que se define como soberano y democrático no puede permitir que sus actos oficiales sean indistinguibles de los desmanes que se producen bajo una dictadura militar. Ayotzinapa hace que México, hoy por hoy, parezca ser un país que no es gobernado por leyes. Produce la impresión de ser un Estado a merced de un poder que resulta superior al de un gobierno legítimamente creado, con una Constitución inoperante y un electorado impotente ante la burla del efecto que procuró su voluntad electoral. Pareciera un país en donde la sociedad y su gobierno están fatalmente subordinados a lo que ese otro extraño poder decida, a merced de su violencia y con una limitada o nula capacidad de respuesta frente a sus actos.

El presidente Peña Nieto ha declarado que se tomarán las medidas necesarias para encontrar a los culpables. Eso, aunque es algo esperado y necesario, no parece suficiente. El asunto, debido a la gravedad y la magnitud del problema, no se va a resolver solo con el arresto, juicio y posible condena de un alcalde y sus cómplices, incluyendo a los policías que se llevaron a los 43 y a los delincuentes cómplices. México esta sumido en una de las peores crisis institucionales que país alguno haya experimentado, públicamente, en las ultimas décadas.

Lo ocurrido en Ayotzinapa no solo evidencia y describe la descomposición moral o incapacidad administrativa de unos cuantos funcionarios: más bien aparenta representar la afirmación absoluta de la existencia de una corrupción moral, institucional y cívica que contamina todo el sistema político y que incluye, además, a una parte de su población civil.

El problema, por su complejidad, no debe circunscribirse a responsabilizar exclusivamente al narcotráfico y su efecto pernicioso. Su raíz es más profunda, conectada a la realidad de todos los sectores del país.

Ante esta posibilidad surgen varios interrogantes. ¿Existirá la voluntad del sector público mexicano, independientemente de banderías políticas o de posiciones ideológicas, para enfrentar la crisis y crear un argumento-propuesta política de consenso nacional de verdadera reforma, que acabe con el presente clima de oportunidad y de impunidad para la corrupción, pública y privada, y castigue objetivamente al que la disfruta, alienta y promueve? ¿Se dispondrá el sector privado, que incluye al pueblo de México, a enfrentar las consecuencias políticas, sociales y económicas que una real reforma política nacional desencadenaría?

¿Cómo reaccionará la terriblemente afectada población si los intereses que sostienen ese poder extraño, el que favorece y alienta el presente estado de corrupción e inseguridad, deciden actuar para preservar sus prebendas?

Ayotzinapa es un clarín de lucha que convoca la atención de todos los pueblos, de todas las sociedades. Es la evidencia necesaria que nos indica lo que nos puede ocurrir a todos si no enfrentamos la descomposición de nuestros sistemas como consecuencia de la corrupción política y civil que afecta a todos nuestros países, donde sea que estemos y de la nacionalidad que seamos.

Ayotzinapa no es un problema mexicano. Es un problema humano y, por ende, internacional. Es también nuestro problema. En el caso particular de nuestro país, Panamá, lo ocurrido en los últimos años nos acercó peligrosamente a esa misma realidad y allí también debemos detener la escalada de una corrupción política y cívica en aumento, propiciada por la codicia que se manifiesta con un cinismo cada vez más ofensivo. De esto comentaré en un artículo especial próximamente.

Dependerá de la voluntad de todos los pueblos del mundo afirmar o desmentir el dictamen que declara que cada país crea la realidad que su acción, o inacción, merece. Espero que el sacrificio de esos 43 mártires, porque eso es lo que son, sirva para animarnos a adecentar la democracia, a revivirla y rescatarla de nuestra mediocridad cívica y de los tentáculos de una corrupción que se generaliza cada vez más y que amenaza con producir el desplome de todo lo que una vez consideramos digno y posible.

22 de noviembre, 2014

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